
10/08/2025
Hace poco más de 10 años, cuando llegó a mi vida el diagnóstico de mis hijos (ellos tenían 4 añitos), me entregué por completo a su mundo.
El doctor que me lo dijo fue frío, cruel y directo. Sentenció a mis hijos para siempre. Afirmó con palabras textuales: "Son como 3 trapos que hay que mover, si no, no podrán hacer nada... no tiene caso que gastes mucho en escuela, no van a llevar una vida normal... tienes que hacerte a la idea, ya de grandes podrás ingresarlos a algún centro... ánimo". Y después, me cobró la triple consulta.
Esto lo cuento a detalle en el libro de TRES VECES MAMÁ. Y aunque yo no sabía NADA de discapacidad en ese momento, sus palabras causaron mucho impacto en mi corazón y lloré varias semanas.
Jamás volví a ver a ese doctor. No le creí, no quería creerle, no podía creerle.
Fui a cursos, conferencias, tomé un diplomado a distancia, estudié, leí, investigué, pregunté y convertí mi casa en una especie de escuelita terapéutica donde los únicos asistentes eran mis hijos. Los útiles escolares se utilizaban para un mismo fin: que ellos hablaran y aprendieran. Y su terapeuta sin título ni licencia era su mamá: una Alejandra que jamás iba a desistir de conocer sus voces.
De todas las limitaciones y obstáculos que traía la discapacidad, el silencio era lo que me mataba. Nunca acepté no escucharlos decirme "Mamá". Llegar a ese extremo es lo que menos recomiendo ahora... pero mi dolor, mi desesperación, mi ignorancia sobre el tema, el ser primeriza, y la poca y mala información que existía en redes en aquel entonces, me hizo equivocarme mucho.
Pasaron meses y meses donde ellos y yo compartimos nuestras tardes, jugando y aprendiendo. Todo giraba alrededor de ayudarlos a avanzar… y comenzaron a hacerlo: empezaron a colorear, hacer trazos, recortar, abotonar, encajar, armar rompecabezas, seguir instrucciones, permanecer sentados, armar figuras con plastilina, hacer casitas con bloques de construcción, alinear por forma, color y figura, emparejar... ellos avanzaban a una velocidad sorprendente. Aprendían mirándose uno al otro... pero no hablaban. Era un sentimiento agridulce. Estaba feliz y orgullosa de ellos, maravillada con sus capacidades, pero me faltaban sus voces y me dolía demasiado.
Estábamos muy ocupados en terapias, doctores y aprendiendo en casa. Como si fuera un maratón donde íbamos contra el tiempo. Hasta que entendí que ése no era el mejor camino.
En un solo instante tomé una decisión apresurada, precipitada, accidentada pero firme y tajante: dejamos todo (doctores, terapias y demás). Y sí, todos me dijeron que estaba "loca" y que era demasiado extremista. Tal vez lo fui. Tampoco lo recomiendo para nada.
Así llegaron las tardes libres, el ocio, el juego, la música, el no hacer nada juntos en casa. Mis hijos eran libres, sin agenda, y yo también. Los disfruté así más tiempo del que quisiera admitir... todo era jugar, dormir, comer.
La magia sucedió... bueno, más bien, el milagro ❤️
Descubrí que con el juego aprendían más rápido, más cosas y sin darse cuenta. Su concentración era total, para no perder el juego, para no dejar de jugar y reír... ya no estaban sentados, estaban corriendo, brincando, trepando, gateando... mi sala parecía una selva multicolor: juguetes regados por todo el piso que se convertían en obstáculos para correr, eso mejoró su equilibrio, eso los mantenía alertas y ellos se carcajeaban porque les parecía mejor brincar esos juguetes que recogerlos. Había ruido todo el tiempo: risas, canciones a todo volumen, las caricaturas de la televisión, los juguetes prendidos y una mamá que no dejaba de gritar: "Cuidado, no se vayan a caer, bájate de ahí, no lo rompas, ¿tienen hambre?, toma agua y luego sigues, las paredes no se rayan, se va a descomponer ese juguete" y otras tantas frases.
Sí, mi casa era una casa de locos, estaba llena de niños felices, sanos, bien alimentados y con batería inagotable.
No tenía el control de nada, me sentaba tranquila sin prisa y sólo estaba al pendiente de que no se fueran a lastimar. Los dejaba liderar sus propios juegos, su mundo infinito de imaginación que cabía en mi sala, y era feliz solamente mirándolos.
Las palabras llegaron. Sus voces llenaron mi corazón, pero hubo algo que no me esperaba. Nunca volvieron a estar callados... de verdad, nunca.
En un mes cumplirán 15 años, gracias a Dios. Y hablan hasta por los codos, no hay silencio ni calma. Hablan, hablan, hablan y hablan. Sigue siendo una casa de salvajes 😅 con la diferencia de que ya acomodan todo, saben comportarse, me ayudan a limpiar, a recoger, a ordenar. De hecho, son niños muy bien portados. Son demasiado amorosos y tiernos. Tienen una conexión impresionante entre ellos, son niños bondadosos, inteligentes y más valientes que yo.
Sigo aprendiendo sobre la marcha. Sigo descubriendo cosas en mí y en ellos. Nos vamos adaptando con la edad y con los cambios que trae la vida.
Ser mamá especial es una entrega inmensa, me necesitan y al mismo tiempo necesitan aprender. Hay cosas en las que dependen de mí y otras que hacen de forma muy independiente, sin ni siquiera tomarme en cuenta. La adolescencia trae rebeldía y triplicada se pone más difícil 🙈
Pero en todo esto hay una lección:
Ellos sí pueden, pero a su manera y en su tiempo. ¿Tardaron más que los demás? Sí, pero a quién le importa eso, la vida no es una carrera, no van a darte un premio por llegar antes. Se disfruta el paisaje, se vive el momento.
Permíteles demostrarte que pueden, distinto pero pueden. Hace falta amor, espacio, guía y acompañamiento. Hace falta que creas en ellos.
No hagas lo que yo hice.
Haz lo que tu hijo necesite ❤️
Te abrazo!
Alejandra Quiroz
TRES VECES MAMÁ 🌹
(Mamá de trillizos neurodivergentes)