05/07/2025
Jorge Pech Casanova / CAÑÓN LARGO, ACABADO AZUL. / Oaxaca. FR Editor, 2023
SOL DE UN DÍA DE VERANO
Al internarse en la luz que invadía a raudales su comedor, doña Josefina se estremeció. El sol, tras las ventanas, iba inundando la calle despejada de humo, en un magnífico día de verano. En mañanas previas, frías nubes habían mantenido la calle gris, macilenta. Ahora, los rincones de la habitación refulgían, al salir la señora de la nube de v***r que escapaba de la olla de tamales preparados para el desayuno. Seis de ellos extrajo para escurrirlos y disponerlos en un platón, al que se quedó mirando, de pie.
Sumergida en resplandores, la mujer estaba concentrada en observar las nubecillas de v***r que exhalaban los calientes envoltorios de hoja de maíz, cuando vio venir a su hijo Rodolfo, casi arrastrando los pies, a sentarse a la mesa. La mujer se apresuró a servirle dos tamales en un plato, junto con una taza de café. Sin decir palabra, el hombre estuvo un rato jugueteando con la cuchara los tamales que su madre le sirvió humeantes. Ahí los dejó, a medio comer, junto a la taza de café ap***s probada. Después de agradecer el desayuno con voz gemebunda, el hombre salió al patio interior de la vivienda, para llegar hasta su cuarto.
Mientras el sol lanzaba sus rayos por las ventanas, ganando espacio entre las sombras de los cuartos, doña Josefina, agobiada por años de pérdidas, penurias y decepciones, permaneció de pie ante el plato abandonado por su hijo. Había esperado con zozobra y anhelo un día de sol en la contaminada ciudad, confiando en que su hijo Rodolfo, con la irradiación tonificante, pudiese salir de la congoja que lo consumía desde varios meses atrás.
De improviso, la agobiada madre supo que su esperanza se cumplió, al ver aparecer a Rodolfo de nuevo, canturreando en otro idioma, transformado por su inquieto revolear de brazos y manos: tan pronto alisaba los abundantes rizos de su cabellera como el s**o azul que hacía meses estaba confinado al ropero, el casimir ahora ajustado al torso y a los menguados miembros del propietario. Ya había perdido la señora el hábito de ver a su hijo preocuparse por su apariencia como años atrás, cuando todos reprochaban la vanidad del alto, delgado y aún guapo hombre de ojos verdes, casi insufrible por las exigencias de su acicalamiento como por el ceremonial previo a enfundarse en elegantes trajes adquiridos, la mayoría, en París.
—¿Qué cantabas, hijo?
—El Cántico del hermano Sol, mamá. Oye: Laudato sie, mi’ Signore, cm tucte le tue creature, spetialmente messor lo frate sole, lo qual’è iorno, et allumini noi per lui.
Doña Josefina no supo si fascinarse o llorar con aquel incomprensible arranque. A últimas fechas, aproximándose a sus cuarenta y seis años de edad, Rodolfo había renunciado a esmerarse en su atuendo como lo hiciera en su juventud o su temprana madurez. La señora Josefina atesoraba en sus álbumes las fotos en que su hijo mayor aparecía radiante, en escenarios parisinos, ataviado con trajes cuyo corte la mujer juzgaba principesco. En las imágenes, Rodolfo sonreía junto a la bella Martha, su esposa en aquellos días; de ambos emanaba el atractivo del porte elegante, la promesa de un ascendente auge, la juventud radiosa en una etapa de bonanza.
Eso había durado diez años, tanto como el matrimonio de Rodolfo con Martha y la prolongada residencia en París, donde el joven ganó fama por sus pinturas. Pero desde su retorno a la ciudad de México, tras su primer divorcio, Rodolfo había decaído día con día, en tanto los ceremoniales de su atuendo y el duro trabajo en su estudio eran usurpados por crecientes jornadas alcohólicas, con las que estragó su organismo y garbo. Luego de dos divorcios, el pintor llevaba más de una década en ese descenso sin dar muestras de mejoría. Por eso, a doña Josefina le alarmó un tanto, aunque también la animó, ver a Rodolfo atarearse de nuevo en detalles de su vestimenta. La faz demacrada del hombre esbozaba ahora una tenue satisfacción ante el atildamiento recobrado.
—¿Vas a salir, hijo? —así suplicó a Rodolfo, sin poder ocultar un dejo de preocupación mientras él se dirigía a la puerta, alisándose aún el s**o azul, tarareando la melodía del cántico; apretaba contra su pecho un cuaderno de dibujo, si bien limpio, con tapas muy ajadas, único rastro de su antigua profesión. No hacía mucho, la mujer observaba con tristeza a Rodolfo deshaciéndose de los caros materiales y utensilios que antes resguardaba en su departamento de Coyoacán. Para cuando llegó a instalarse en casa de su madre, luego de que su piso se incendiara, el artista había regalado o le habían hurtado casi todos sus caballetes, sus telas, sus pinceles elegidos en las mejores tiendas parisinas, sus paletas de madera fina, algunas elaboradas por artesanos ítalos expresamente para sus manos, sus tubos de óleo inglés, sus carbones, sus barras de tinta china auténtica, no el diluido tinte carbonoso que otros debían resignarse a emplear en México.
A la melancólica señora no dejó de preocuparle perderlo de vista, pues en las semanas previas le había dado al hombre por encerrarse en su cuarto a leer una y otra vez los mismos libros —sobre todo, las Florecillas de San Francisco de Asís— en tanto consumía con avidez una botella de brandy Presidente tras otra, licor que hasta doña Josefina sabía intragable. Sin embargo, la voz de Rodolfo tintineó animosa, casi alegre, cuando asentó antes de atravesar el umbral:
—¡Me voy a Chapultepec, a obstruir el zoológico, mamá!
Luego, la puerta cerrada impidió a la señora Josefina comprobar si su hijo cumpliría su extraño ofrecimiento. A la aún imperiosa madre le causaba sobresalto cada salida de su hijo desde que había regresado a vivir con ella a la casa de Río Guadalquivir, en cuanto concluyó su matrimonio con una actricilla gringa (Rodolfo, profundamente deprimido, descubrió que la güera le había robado varios de sus mejores cuadros junto con otros objetos valiosos del domicilio que compartían en Coyoacán). A la deserción aunada al despojo se añadió un enorme rencor por el ninguneo que el artista hubo de sufrir en su país natal, pues en París había gozado el aprecio de los mejores autores latinoamericanos, Julio Cortázar entre ellos, por no hablar del dueño de la Gallerie de France, Gildo Caputo, quien adquiría casi todos los cuadros del mexicano, aunque algunos no lograse venderlos. Al ahora casi desvanecido dibujante, el marchand le otorgó admisión distinguida junto a su paisano más célebre, Rufino Tamayo. Esos privilegios, intuía doña Josefina, estaban cancelados ya.
Sin imaginar las aflicciones que la salida despertaba en su madre, Rodolfo llegó a la esquina de Guadalquivir con el Paseo de la Reforma para encaminarse a Chapultepec, a donde llegó en cuarenta minutos de pausado andar, el cuaderno bajo la axila. Hacía meses que había abandonado esa costumbre de tantos años: salir a caminar cuaderno en mano por el enorme parque, con el fin de dibujar a los animales en el zoológico.
El sol de junio caía con benevolencia esa mañana sobre las fuentes, sobre el lago, sobre los andadores, sobre las enjundiosas arboledas en Chapultepec. Esa claridad alegre e indulgente hizo a Rodolfo alzar la mirada hacia el monumento dedicado a los niños héroes, cuya descomunal talla solía agobiarlo. Por los juegos de luz que se originaban a esa hora en cada superficie, el desvaído pintor casi estuvo dispuesto a admitir alguna gracia en la mole de piedra sobre su zócalo de concreto. Sin embargo, prefirió desviar la mirada hacia el lago que resplandecía en la distancia, surcado por algunas lanchitas cargadas con padres jadeantes que impulsaban los remos mientras sus hijos y esposas chillaban, reían o se encogían de miedo a que la embarcación naufragase en las aguas oscuramente verdosas. Tanta agitación sobre la móvil superficie le causó inquietud al solitario paseante, pues no le bastaba a aquella gente contaminar la mañana con su ruido, su furia, sino insistían en multiplicar esa inepcia ante sus ojos. Prefirió volver la vista a la mole dedicada a los niños cadetes, de cuyas proezas descreía. Al menos, pensó, ninguna de estas figuras va a moverse. Apretó el paso hacia el zoológico y el cuaderno contra su pecho.
Los venteros de golosinas comenzaban a llegar con sus carritos a la entrada del bestiario. Rodolfo, al divisar a un vendedor de chicharrones, se apresuró a pedirle uno grande, bañado en salsa: el desayuno ideal para esa mañanita, para todas las que había gozado contemplando a los animales en sus jaulas, buscando instalarse en el interior de cada criatura y dibujar desde allí cuanto le revelaban sus obsesivos procedimientos. No tomó su cuaderno para sostenerlo ante su mano trémula en preparación de trazos; en cambio, con el útil bajo la axila, mordisqueaba sin prisa el chicharrón de harina, saboreaba la punción de la salsa en las papilas de su lengua, la sal desmenuzándose en cada bocado, el regusto del aceite un poco rancio en que se hizo crocante la harina del antojito, mientras su mirada-estilete removía la pelambre, la epidermis, las capas de músculo y grasa, la recóndita osamenta de las bestias enjauladas cuyos movimientos le traducían —a él solo— la íntima constitución de cada viviente a su alrededor.
A veces Rodolfo llegaba a comprender perfectamente cómo la estructura ósea definía a cada ser; entonces, dibujaba a las familias apiñadas frente a la jaulas, a las mujeres de osatura delicada cuanto ma**za, inclusive a los enfermos más obvios que, como él mismo, demandaban de los abatidos y malolientes prisioneros en esas celdas, consuelo o inclusive alivio a sus dolencias. Pero el compulsivo afán de Rodolfo era adentrarse en los insondables resquicios de cada animal para extraer la perfecta representación, no de sus apariencias, sino de sus esencias, algo que le ayudaría a dirimir mediante lápices o plumas la “constitución íntima de las cosas” que un poeta portugués descalificaba, según le confió en París Octavio Paz, tras la borrachera en que le reclamó sin razón que un paisano suyo —“otro pintorcillo oaxaqueño”, espetó el poeta— le había robado a su novia italiana, pintora también.
Rodolfo consumía su chicharrón de harina sin apartar la vista de las jaulas, de sus hastiados moradores. Como ellos, él entendía a la perfección el sentimiento de estar atrapado. Su prisión era vasta y multiforme como el territorio mexicano, donde algunos lugares inclusive asumían la forma del edén: Oaxaca y las playas de Salina Cruz, por ejemplo, sitios añorados de la infancia. Pero esa nostalgia, ese apego incomprensible a paisajes vislumbrados cuarenta años atrás, no podían consolar al hombre cuya niñez se truncó en 1949, el día que falleció de tifus su padre el médico, mientras intentaba salvar o al menos paliar el sufrimiento de enfermos por la plaga. Un piojo blanco había aparecido en la cabeza del doctor Rodolfo y esa mínima señal advirtió a todos que el sanador moriría muy pronto, como sucedió. Luego, el desamparo en la casa del centro de Oaxaca, hasta que la señora Josefina partió con sus dos hijos al Distrito Federal, a acometer en la capital los trajines y la servidumbre aprendidos en el pueblo apodado ciudad, donde habían sido felices durante exiguos trece años. Instalados en la capital, doña Josefina se relacionó con otro hombre y allí nació su tercer hijo, Ignacio. De los tres, sólo el pintor llevaba una existencia vacilante.
Rodolfo se detuvo ante la jaula de un mandril, sin cesar su ataque al chicharrón, saboreando cada mordida, parsimonioso. Estaba quieto en medio del andador para observar bien los ires y venires del simio en la jaula, intentando transmitir con su actitud una clave al prisionero: “Soy tu hermano. Puedo caminar por la calle, pero estoy atrapado como tú. Sé qué te mueve tras los barrotes. Déjame entrar en tu desesperación”. Los paseantes que se lo topaban obstruyendo el andador en el zoológico, primero cedían al azoro, enseguida lo relegaban a la demencia:
—Papá, un loco está mirando al mono.
—Al mandril, niño.
—Pero sí es un loco.
—¡Eso no se dice, chamaco!
—Pues velo qué raro, ni se mueve, parece estuata.
—¡Ven acá, niño, no te le acerques!
Conforme pasaba la mañana, Rodolfo permanecía escrutando al habitante de la jaula, una hora, dos horas, tres. A su alrededor se habían detenido varios curiosos, pero después de algunos minutos de observación, aburridos por la inmovilidad del hombre, seguían la ruta entre las jaulas, algunos compadeciéndose, otros censurando: ¡Hay cada pi**he orate suelto! Vamos a ver a los tigres…
El sol fue trazando un arco de oriente a poniente en el cielo, sobre la extensión de Chapultepec. Las lanchas menudeaban en el lago; más y más gente recorría los andadores, los prados, los rincones umbríos y los sectores soleados del bosque. Pasadas las once del día, Rodolfo, aún frente a la jaula del mandril, tomó su cuaderno de bajo su axila para abrirlo sostenido contra su pecho, apoyando la tapa inferior en la extendida palma izquierda. En la diestra el lápiz, comenzó a trazar una densa trama de líneas que giraban sobre sí mismas sin dejar de avanzar en un diseño cuya desenvoltura iba delineando la silueta del mandril. Estuvo dos horas desentrañando en la hoja de papel la figura. Aún se tomó más de treinta minutos en esbozar sombras y luces en su dibujo, pasando a veces el pulgar sobre las líneas de grafito, para conseguir efectos de difumino. Al concluir sus trazos, pareció escrutar la hora en la posición del sol, cerca del cenit. Con indolencia, se dirigió a la zona de ambulantes para conseguir otro chicharrón. Comiendo el antojo, fue a pararse ahora frente a la jaula del elefante. De nuevo se quedó horas mirando las pesadas maniobras del paquidermo, la acalorada rutina del animal tras las barreras que lo separaban de los humanos, quienes acudían a solazarse con la humillación del coloso en cautiverio. Mientras ahondaba en las penurias de la bestia, Rodolfo se reconoció en el orgulloso titán reducido a solaz de un pueblo aún más agreste que todos los animales presos en el zoológico. Ese pensamiento nubló la imaginación del pintor; de pronto, los visitantes de Chapultepec se topaban, ante la jaula del elefante, con la incómoda presencia de un hombre lloroso afanado en esparcir trazos en las hojas de un ajado cuaderno.
La tarde ya casi había expirado cuando Rodolfo dejó de llorar por el paquidermo, igual que por su propia, inescapable reclusión. Viendo la luz dorada del ocaso instalándose en la tierra, supo que no tardaría algún guardia en llegar a expulsarlo del zoológico. Para sorpresa suya, antes que el guardia, llegó a buscarlo su hermano Carlos. Lo supo cuando, al sentir una mano palmearle el hombro, escuchó la voz:
—Fito, ya ni la chingas. Me manda mamá a buscarte. La tienes bien preocupada. Al menos te hallo aquí y no en una cantina.
—Pero cómo se te ocurre, Chalo. No tengo dinero ni para una gaseosa, mucho menos para cantinas. Le dije a mamá que aquí iba a estar.
—Qué me cuentas a mí, dícelo a ella. Yo cumplo con venir por ti. Ya vámonos, antes de que vengan a corrernos.
—Pérame un ratito, ya estoy acabando.
Carlos estaba acostumbrado a las demoras de su hermano, y en este día no sólo estaba dispuesto a aguantarle sus caprichos, sino inclusive tenía mucha curiosidad por ver lo que Rodolfo dibujaba. El pintor quedó desolado desde la huida de la gringa, no tanto porque le importara el desapego de la mujer —arribista, ambiciosa, rapaz—, sino porque entendía que la reacción de su fugaz cónyuge correspondía al escaso reconocimiento que recibían sus cuadros, cada vez menos tolerados por quienes le insistían en que pintara distinto. Carlos había atestiguado con tristeza los sucesivos rechazos a la obra de su hermano pero no lograba resignarse a considerarlo un artista sin futuro. También había estado en París cuando Rodolfo era un pintor en ascenso, había leído con admiración los análisis que Julio Cortázar, Octavio Paz y Carlos Fuentes dedicaron a sus cuadros, había escuchado los elogios que el dueño de la Gallerie de France prodigaba a Rodolfo, y más que entender las palabras de Gildo Caputo, había sentido en su piel y sus órganos el entusiasmo que la pintura de su hermano despertaba en el galerista. Algo similar había sentido cuando el cubano Sarduy le dijo con exuberante acento, un día que tomaron un café con él después de visitar las bookinets a lo largo del Sena:
—Hermanito, Rodolfo está instalando el ritual del sacrificio azteca como ícono mundial. ¡La Coatlicue será la próxima protagonista del arte moderno!
Carlos consideró excesivo el comentario (más propio de un turista deslumbrado por los ídolos de piedra en México), pero le agradó que inclusive en la perspectiva del exiliado cubano la estatura de su pariente fuese en aumento. Por esas experiencias parisinas, Carlos no entendía en México la aversión de los artistas hacia las obras de Rodolfo; se negaba a creer desdeñable cuanto él pintaba o dibujaba. No podía decir que le gustaran las manchas de color ni las figuras deformes que proliferaban en sus pinturas, en las que vagamente adivinaba la silueta de la Coatlicue que fascinaba a Rodolfo; en cambio, los animales configurados con líneas rizadas le parecían indiscutibles ejemplos de un arte que ni Cuevas ni Corzas —pintores preferidos por las galerías— estaban cerca de dominar. Quizá porque se trataba de su hermano, Carlos podía considerar sin estremecimiento a Rodolfo como un genio, aunque los reveses de los últimos años hubieran menguado sus alcances.
Al fin, el dibujante se relajó, dejando reposar su cuaderno en una mano laxa, mientras la otra colocaba amorosamente el lápiz, con la punta hacia arriba, en un bolsillo interior del s**o azul. Ap***s a tiempo: un guardia malencarado apresuró sus pasos hacia los dos hombres parados ante la jaula del elefante.
—Vámonos, Fito, —apremió Carlos jalando el brazo del pintor. Rodolfo, con un parsimonioso ademán de la cabeza, anunció estar dispuesto a la salida. Sin atender al gesto airado del vigilante, marchó detrás de su hermano acomodándose el cuaderno bajo el brazo. Ya en la calle, Carlos quiso tomar un taxi que los llevara a casa de su madre, pero Rodolfo se negó. Le dijo a su hermano:
—Yo puedo caminar, pero antes de ir a la casa, invítame a un trago, ya ves que no me he movido de Chapultepec desde la mañana.
—¿Cómo se te ocurre, Fito? Mejor te invito a cenar. Seguro que no has comido nada.
—Me comí dos chicharrones.
—¡Cabrón!, ¿cómo aguantas? Vamos en chinga a cenar y luego te tomas algo.
— Bueno, pero no tengo mucha hambre.
Caminando en silencio, llegaron a una fonda con anuncios de cerveza.
—Aquí, Fito. Hacen buenos caldos y los tacos están sabrosos. Hay cervezas.
—Yo quiero un fuerte, no me gusta la cerveza.
—Ahorita checamos qué podemos conseguir. Ándale, a comer.
Sentados a la mesa de lámina que anunciaba una gaseosa, Carlos pidió tacos y caldos para los dos. Al mesero, Rodolfo le pidió un presidente, derecho.
—No servimos licor, caballero —dijo el interpelado con una sonrisa—, pero hay cervezas.
—Cerveza, pues. ¿De cuál tienes?
—Sol, nada más.
—Aviéntamela. Para ti también, ¿no, Chalo?
—Con tal de que no tomes solo. Pero tienes que comer. Oye, ¿qué tanto estuviste haciendo en Chapultepec?
—Obstruyendo el zoológico, ya sabes. Dibujé al mandril y al elefante.
—¿Me dejas ver?
El dibujante, luego de hallar las páginas de su trajín más reciente en el cuaderno, lo tendió a su hermano como si le ofreciera un artilugio de engorroso manejo.
En cuanto sus ojos recorrieron el primer dibujo —las líneas intrincándose para formar la figura de un mandril y disolviéndose poco a poco hasta formar la cola del simio—, Carlos se sorprendió del alivio que le infundió la imagen. Los trazos certeros eran los que se había habituado a admirar cuando acompañaba a su hermano al Jardin des Plantes, en París, y al cabo de una mañana “obstruyendo” jaulas, Rodolfo le explicaba la calidad e intensidad de sus dibujos, juicios que le confirmaban, días más tarde, los expertos admitidos a revisar el cuaderno —Cortázar, Sarduy o Caputo—. No menos resuelto y hermoso le pareció el paquidermo trazado en otra página, aunque el autor se quejó de no haber llevado un espirógrafo.
—¿Para qué lo quieres? Tu dibujo está bien sin eso.
—Me hizo falta para completar el cuerpo. Estoy descubriéndole muchas ventajas a ese aparatito. Pero como hace tanto que no venía por acá, se me olvidó cargarlo.
En eso les trajeron sus caldos, tacos y las cervezas. Rodolfo dijo “salud”, y sin esperar a su hermano dio un trago a la botella para enseguida torcer la boca.
—Esta cerveza es la peor de México. Sabe a meados.
—No la tomes.
—Hay peores en Francia, unas que ni a agua saben.
—Come algo, Fito. Siquiera unas cucharadas de caldo.
—Sí, ahorita. El pintor hundió la cuchara en su cuenco para agitar un rato el líquido caliente, hasta que al fin llevó la cuchara a los labios, para detenerse antes de engullirla.
—¿Qué te decía? Ah, sí, este juguete, el espirógrafo, me está dando ideas para unas obras nuevas. Quiero dominar sus formas para integrarlas con mi dibujo. Si te fijas, la parte principal del mandril se parece a las rosetas que logro con el aparatito. Estoy pensando en fabricar uno de tamaño mayor para trazar en lienzos, pero tengo que aprender a controlar los diseños. Fíjate, por ejemplo, en el final de esta parte.
Rodolfo se inclinó hacia Carlos para señalar el sitio en que la línea de su dibujo se desataba en el torso, por decirlo de algún modo, para dar paso a la cola del mandril. Cuando hubo explicado ese detalle dio un trago que casi vació la botella de Sol. Su hermano recapacitó, con inquietud, en que el bebedor no había tocado el consomé.
—Fito, ándale, toma un poco de caldo, cómete un taco.
—Me falta cerveza. ¡Mesero, otra Sol! Ahorita le entro a los tacos, me está dando hambre.
Al recibir otra botella, Rodolfo la sostuvo en la diestra, continuando su peroración.
—Te digo que el espirógrafo me va a dar buenos resultados, ya le estoy tomando la medida. Cuando lo domine, le voy a pedir a un tornero que me fabrique uno del triple, no, del cuádruple de tamaño que el de juguete, pero que sea de metal, para hacer trazos sobre lienzos. A lo mejor puedo pintar un mural con eso.
—Los tacos están muy buenos, Fito. ¿Por qué no comes?
—Órale, pues. Pa no desperdiciar la comida.
El dibujante mordisqueó un taco. Masticó un rato, como si estuviera lidiando con carne cruda, mientras sostenía en su izquierda el bocado. Dio un trago más a la cerveza, otro. No volvió a morder el taco, pero lo mantenía sostenido entre sus dedos, casi como un pincel.
—En el museo de Orsay me divertía comparar a los pintores académicos con los impresionistas. Esas inmensas telas de Courbet pintadas como si fueran fotografías, tan aburridas por su detallismo. De todas maneras, me infundían respeto las técnicas de esos dibujantes. ¿Te acuerdas? Me pasé algunas mañanas copiando los personajes de Jacques Tissot, intentando infundir vida a ese trazo académico tan fastidioso. Pero con sólo pasar a la sección de los impresionistas te dabas cuenta de que esa exactitud mata la pintura. No hay como un campo en movimiento de Manet o de Matisse, un retrato de Bonnard o de Gauguin. Viven, se mueven, el viento pasa por entre la hierba, el sol irradia del cuadro, puedes sentir su calor, como el de esta mañana.
—Fito, come…
—Hace tiempo que no veo cuadros así. Lo que puedes ver en México es una pintura menesterosa. Tamayo nos lo enseñó, a Pancho Toledo y a mí, una de esas veces en que nos llevó para explicarnos cómo concebía sus obras de entonces, en los sesenta. Nos llevó al Louvre para que aprendiéramos la verdad del arte en los talladores africanos de fetiches. Pancho se quedó fascinado; desde entonces pinta en africano, ¿no crees? Pero yo preferí la verdadera fuente del maestro Rufino, los ídolos mexicanos. Nunca he podido sacarme de la cabeza la Coatlicue, con su falda de serpientes, con el terror que produce la cercanía de esa piedra descomunal. Pero la Coatlicue me reveló su profunda congoja, su desamparo. Esa madre que debe luchar contra sus hijos para que el menor de ellos pueda nacer. ¿No crees que nuestra madre sienta algo así, Chalo? A lo mejor cuando tuvo a Nachito sintió que debía luchar contra nosotros para que él naciera…
—Creo que a mamá le gustaría que comieras algo. El caldo se enfría, igual que los tacos.
—Ah, el caldo.
Rodolfo sacudió la cabeza como si saliera de un trance. Hundió la cuchara en el plato mientras sostenía en su otra mano el taco ap***s mordido. Se miró ambas manos como si desconociera lo que tenía en cada una, hasta que al fin comenzó a deglutir el contenido del cuenco, cucharada a cucharada. Carlos observó, fascinado, cómo la manzana de adán subía y bajaba por el gaznate del pintor a cada deglución. Cuando ese movimiento de garganta se interrumpió, Rodolfo permaneció un rato inspirando y aspirando, para luego empinar la botella de cerveza y vaciarla casi de un largo trago. A Carlos eso no le agradó, pero le consolaba haber conseguido que su demacrado pariente tuviera en el estómago algo más que alcohol. Aprovechó la pausa para pedir la cuenta y llevarse a Rodolfo antes de que dijera ¡Otra Sol!
De nuevo en la calle, el pintor y su hermano se alejaron silenciosos de la fonda. En el cielo relucía la luna, espléndida su redondez en esa noche tibia.
—El conejo se ve muy gordo en la luna, dijo Rodolfo.
—¿Se te antoja un conejo?, dijo Carlos. Mejor te hubieras terminado los tacos.
—No me chingues, Chalo. Es que no me entra esa comida.
—Ninguna comida te entra, Fito. Mírate, estás en los huesos. ¿Crees que a mamá le gusta verte así? Siquiera por ella, debieras hacer un esfuerzo por alimentarte.
—Ya me vendrá el hambre. Por ahora no… Además, sabes que mamá siempre quiere atiborrarme de carne, de tamales, de sopas.
—Cabrón, tendrías que agradecer cada cosa que te ofrezca. ¿No te das cuenta de cómo se esmera por complacerte? Ya está grande y todavía te cuida como a un niño. Pi**he Fito, no eres Gordolfo Gelatino.
—Cómo eres, Chalo…
—Cómo eres tú, güevón. ¿No te das cuenta de que mamá se consume por ti?
—Cuando yo vuelva a pintar…
—Ya te tardaste. Dices eso desde el 77, y ya estamos en el 83.
Rodolfo guardó silencio al apresurar sus pasos. Las palabras de su hermano le recordaron su exposición de 1976 en la galería Shapiro, la última que había hecho. En ese tiempo aún confiaba en que su alcoholismo se disiparía cuando retomara sus éxitos de París en México, pero el reconocimiento no llegó. Se maliciaba que los demás pintores habían reaccionado con envidia cuando vieron su escueto catálogo luciendo elogios de Julio Cortázar, Octavio Paz y José Luis Cuevas. El de su colega, que reseñaba puntillosamente sus triunfos europeos, era un texto que dejaba traslucir algún resquemor del autorretratista hacia el pintor oaxaqueño que, como subrayaba, “había llegado a París con una beca que sólo le permitía el alquiler de un pequeño cuarto en la Casa de México en la Ciudad Universitaria, que era su casa y estudio a la vez. Carecía de contactos y no hablaba francés”. Paz había expresado con mayor detalle sus motivos para admirar a Rodolfo: “como artista, lo que pide y merece es un juicio entusiasta, exigente, implacable”, y poco después se rendía ante sus recuerdos: “lo vi pintar cientos de cuadros y cubrir de líneas todos los trozos de papel que caían en sus manos. A los pocos meses, casi todas aquellas obras desaparecían. Con la misma pasión inflexible con que las había creado, las desechaba”. Pero a Rodolfo le agradaba más lo que Cortázar le escribía, con amistosa maestría: “aquí osa la alegría en el centro mismo del pavor, se afirma el privilegio humano de la risa contra la nada. Por eso el frecuente lujo en esta pintura, el coraje de caerle encima con todo el color gritando en plena batalla entre relámpagos, entre relámpagos que enlazan y destruyen y transforman, entre signos de oscuras mutaciones”. Julio, el amigo, el cronopio, entendía mejor que nadie al pintor, por eso había concluido su elogio con una desafiante convocatoria: “De este lado, contempladores, todo nos espera: no hay más que merecerlo”. Pero después de ese lejano logro, habían pasado seis años sin más producción que unos pocos cuadros, dibujos, grabados. Había comenzado a pintar con pasteles pero nunca sacó nada en claro de sus ejercicios. De pronto, la voz de Carlos, menos bronca, lo sacó del recuerdo.
—No te agüites, pi**he Fito. Eres el orgullo de la familia, el artista. Mamá, Ignacio, yo, esperamos que recuperes tu buena mano. A lo mejor lo que necesitas es volver a París.
—Ya estuve allá de nuevo, y en Madrid y en Munich. ¿Te acuerdas?
—Pero te fuiste a ch**ar. Quesque a estudiar en el Prado. Cómo no. Tienes que volver a ser tú, el pintor. Nos duele verte tan abandonado por ti mismo.
Al responderle el silencio, Carlos rodeó con su brazo al cabizbajo Rodolfo. Así llegaron a la calle de Guadalquivir para dirigirse con paso fatigado a la casa de doña Josefina.
—La residencia al fin, dijo Rodolfo.
Carlos, ante la puerta que dejaba escapar una raya de luz por el piso, aspiró con enojo pero no le respondió nada. Se quedó mirando a su hermano con incomprensión indignada. Al fin, habló con voz pastosa, titubeante:
—Cuando yo consiga una casa mejor, puedes quedarte en ella el tiempo que gustes. Por ahora, mamá te está dando un cuarto, y no es la gran cosa, lo sé. Tú estás acostumbrado a residencias, has ido a Europa, has visto mundo. Pero mamá ha pasado media vida en Oaxaca y la otra mitad aquí, padeciendo por nosotros. Agradécele que luego del incendio de tu depa te da sitio en su casa.
Rodolfo se quedó mirando al piso. De pronto, se volvió a su hermano y lo abrazó.
—Sabes que digo muchas pendejadas, Chalo. Lo que menos deseo es causarle p***s a mamá. Quería comprarle otra casa, dejarla bien instalada. Me da rabia que el plan no resulte.
—Si eso quieres, lo mejor es que dejes de tomar. Verás que en cuanto recuperes tu ritmo de trabajo, tu fuerza, te reconocerán como en París. Yo lo sé, es cosa de que tú les enseñes a respetarte. Si Cortázar te admira, ¿por qué no lo van a hacer los de aquí?
—La envidia es cabrona, lo sabes.
—Pues aunque te envidien. Tendrán que valorarte. No me digas que vas a darles gusto.
—Pintar me deja exhausto, no sé cuánto podría aguantar. Y si trabajo y trabajo y no consigo nada, ¿a dónde voy a parar? Mi lugar no es aquí.
—Tu sitio es donde tú lo marques. Tus dibujos lo confirman. Si puedes hacer eso en un rato, ¿qué no harías en un mes, en medio año? Puedes recobrarte, Fito. En París creciste mucho, no te achicopales aquí.
—A lo mejor necesito ir a Oaxaca, al mar, a la sierra. A veces pienso que dejé mi alma perdida en algún cerro.
—Pues a donde vayas, trabájale, vuelve con muchos cuadros, o dibujos, lo que quieras. Vuelve como eras antes.
—Antes. Antes era un artista. Ya no sé si ahora…
—Seguro que sí. Vas a salir de esta. Vas a volver a París.
Al entrar a la casa, Rodolfo halló a su madre sentada a la mesa. En el asiento de la cabecera, junto al cual permanecía la mujer, un plato de tamales y una taza de chocolate aguardaban.
—Fito, aquí está tu cena.
El hombre, en vez de responder, abrazó a doña Josefina. Luego se sentó a la mesa a devorar los tamales, deglutiendo con gran rapidez la taza de chocolate. Al concluir, mientras su mamá lo contemplaba con tristeza, le sonrió.
—Mamá, tú siempre has sido como el sol para San Francisco de Asís. Eres el día y nos alumbras. Nos enseñas el tesoro de la pobreza que no merecemos. Hoy estuve hablando de eso con Chalo y quiero decirte que no te daré más preocupaciones. Ahora, voy a mi cuarto a leer y a oír la Prédica a las avecillas. Buenas noches, mamá.
La señora vio a su hijo alejarse lentamente, hasta que las lágrimas le borraron la silueta del hombre en la oscuridad.
Horas más tarde, en la madrugada, salió Rodolfo al patio empuñando un cuartito de brandy, a medio vaciar. Fue a acurrucarse junto a unas macetas, bajo la luz de la luna enorme. Se quedó mirando las sombras titubeantes que lamían las paredes, el piso. No trataba de entender las imágenes de la noche, sólo quería que se introdujeran en sí, como él lo hacía en los animales que amaba. Estuvo en silencio muchas horas bajo la luna, sintiendo el rocío de las horas tempranas correr sobre su cuerpo. A largos espacios bebía un sorbo de brandy para no resfriarse. Al fin, la claridad del cielo le hizo intuir que un nuevo día se instalaba en la ciudad. Recordó una de las florecillas de San Francisco de Asís que había releído:
Cuando lleguemos a Santa María de los Ángeles, calados por el agua y helados por el frío y cubiertos de barro y afligidos por el hambre y llamemos a la puerta del lugar, el portero vendrá enfadado y nos dirá: «¿Quién sois?». Y cuando digamos nosotros: «Somos dos de vuestros hermanos». Y él contestará: «Mentís; sois dos bribones que andáis por el mundo engañando y robando las limosnas de los pobres; fuera de aquí»; y no nos abrirá y nos hará quedar fuera, en medio de la nieve, del agua y del frío y con hambre hasta que sea de noche; entonces, si a tanta injuria, a tanta crueldad y a tantos vituperios nos sostenemos pacientemente sin turbarnos y sin murmurar de él, pensando humilde y caritativamente que aquel portero verdaderamente nos conoce y que Dios le hace hablar contra nosotros, ¡oh, fray León!, en eso estará la alegría verdadera.
Mientras el sol lentamente ascendía en el cielo gris, Rodolfo consideró las frases del librito que repetía de memoria. Le pareció, mientras se extendía la gloriosa luz por los edificios y las calles, que lo que tanto había buscado en lienzos y papeles se revelaba en aquellas palabras estoicas. Tuvo en ese momento la certeza de que no necesitaba ir de vuelta a París para recuperar la potestad perdida. Todo estaba en esperar a que se abriera para él la puerta que al santo de Asís le habían obsequiado los ángeles. ¿Dónde la hallaría? ¿En este patio familiar, en alguna casa ajena? Intuyó que cualquier solución estaba en la renuncia a toda ansiedad. Al ir a tomar otro sorbo de su botella, se quedó observando la abertura por la que saldría el licor. Primero se quedó con la boca abierta, después una sonrisa extática se dibujó en su faz:
¡Hallé la puerta!, dijo antes de deglutir el resto del brandy en un solo, interminable trago.
Enero-abril de 2018
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