31/05/2025
La carne humana, en su naturaleza caída, tiende hacia el egoísmo, la corrupción y el desorden moral. En ausencia de Dios, el alma humana queda sin dirección, sin una brújula moral que frene sus pasiones. La Escritura lo expresa con claridad:
“Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisierais.” — Gálatas 5:17
Sin la presencia de Dios, sin Su Espíritu obrando en el corazón, los deseos carnales se convierten en amo y ley. El hombre vive según sus impulsos, justificando sus deseos como libertad, cuando en realidad es esclavitud. Como dice Pablo:
“Porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis.” — Romanos 8:13
La carne sin freno es como un río desbordado: destruye lo que encuentra a su paso. Solo Dios pone límites a ese cauce. Él no reprime nuestra humanidad, sino que la redime. Él no anula nuestros deseos, sino que los orienta hacia su propósito eterno.
En un mundo que exalta el yo, recordemos que sin Dios, la libertad se convierte en libertinaje, y el placer en prisión. El Espíritu Santo no solo frena, también transforma: convierte el deseo carnal en deseo santo, el impulso en obediencia, y el ego en amor.
Esto nos confronta con una elección espiritual: vivir según la carne o vivir según Dios. Sin Dios, no hay freno. Con Él, hay dirección, propósito y vida verdadera. La carne puede gritar, pero solo el Espíritu puede reinar.
“Y los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos.” — Gálatas 5:24