
29/09/2025
Y de repente… Sales del trabajo con los hombros hechos piedra.
Las luces del taller se quedan atrás como un enjambre de luciérnagas cansadas.
El reloj marca las ocho, pero tu cuerpo siente que son las tres de la madrugada.
Toda la semana imaginaste este momento: el viernes.
El primer trago, la primera carcajada, el ruido de la música cubriendo el zumbido de las máquinas.
La ciudad huele a fritanga y a promesas que no se cumplirán.
Mientras caminas, repasas el plan: cobrar, comprar unas cervezas, perderte en la música de bar barato donde nadie pregunta por el precio del sueño.
Mientras lo planeas en tu cabeza, el eco de tus botas en la banqueta suena como un tambor de libertad.
Pero en la esquina, entre el humo de los puestos, la ves.
Ella.
La mujer imposible.
Vestido color vino, cabello que parece guardar todos los secretos del mundo.
La conoces solo de lejos, la has visto salir de esa cafetería donde un café cuesta lo que tú ganas en dos horas.
Se ríe, y esa risa es un disparo que atraviesa el ruido de la calle.
Por un instante el cansancio se desvanece.
Piensas que quizá el fin de semana no está en el bar ni en la botella, sino en la idea absurda de tocar su mano.
Imaginás un “hola” que se convierte en plática, una plática que termina en cita, una cita que termina en milagro.
La cabeza corre más rápido que tus pies.
Das un paso.
Ella sube a un coche que no sabrías ni cómo encender.
Un portazo suave, un perfume caro que flota en el aire.
Se va.
El semáforo cambia a verde y vuelves a caminar.
El bar sigue allí, el viernes también.
Pero mientras cruzas la calle sientes la brisa de la noche, hueles las tortillas recién hechas del puesto vecino, ves a un niño reír con una paleta que gotea azúcar sobre la banqueta y que un perro callejero va y lengüetea.
Y entiendes algo que no cabe en la quincena:
que aunque los sueños parezcan de otro mundo,
la vida se cuela en los detalles que no cuestan nada.
La sonrisa del taquero, el saludo del vecino, el simple hecho de seguir andando.
Ahí, en lo pequeño, cabe un lujo que ni el salario ni la clase social pueden comprar.
Porque tal vez el amor que parece inalcanzable no es el que te salva,
sino la certeza de que incluso con la cartera vacía todavía puedes mirar el cielo, sentir el viento, y saber que la vida, a pesar de todo, todavía te elige a ti.
El bar ya no es bar, el bar se vuelve tu calma y decides caminar…
Texto: David “Trukutru” Peral