21/08/2024
¡OH, MUJER NEGRA!
De: Luis Felipe Ceniceros León
Sentí como partículas de materia, átomos infinitesimales cargados de energía, de electricidad, surgían de las yemas de mis dedos a la vez se deslizaban sobre la piel quemante de su brazo ligeramente húmedo de sudor, hasta que tocaron sus manos de perfectas formas, como raíz de árbol gigantesco del que surgía un tronco y sus grandes ramajes cubiertos de flores de inigualable belleza, sus flores vueltas dedo que aprisione con temor, el temor a que fuera a convertirse en nada, de que solo fueran parte de un ensueño lujurioso, o quizás de un atormentadora pesadilla de esas de las que a pesar del pánico que produce quisiéramos se eternizara hasta la realidad, pasara a ser parte de los monstruos que forman los sueños.
Perdidos en las nociones del tiempo, del espacio, de ese delgado hilo que sabemos separa todo, la muerte de la vida, la noche del día, lo verdadero de lo irreal, constante ante mí mismo que vivían en el mundo de los cuerdos que cometen el sacrilegio de querer penetrar al mundo de los locos por medio de la paranoia esquizofrénica.
Contemplé la penumbra da la noche que de la luz del universo tan solo enseñaba miles de puntitos, estrellas que presenciaban la arena que se unía con el va y viene del océano; y nosotros sentados sobre los finos granos, a solo unos metros del agua.
Nos rodeaban las palmeras y los almendros, las primeras meciéndose al compás de la brisa que inútilmente pretendía apagar los fuegos que se encendían sobre las cosas y seres de esa noche, y los segundos enseñando sus flores que algún día se verían convertidos en frutos que halagarían el paladar de quienes lo probaban desde su parte externa hasta su propio corazón, la almendra que cuentan las leyendas da poder y vida.
De sus ojos miraba el reflejo de los luceros y el de mi propio rostro hasta que muy lentamente fueron cerrándose a la vez acercaba sus labios temblorosos en una clara invitación al beso.
Respondí.
Envidié a los poetas, a los grandes escritores, a los conocedores del idioma, que en ese momento hubieran tenido las mas hermosas palabras para poder expresar la mas hermosa sensación que broto de los labios unidos transmitiéndose por todo el cuerpo a través de de cargas de universos enteros que obligaban a reconocer con soberbia somos tan perfectos como Dioses.
Como Dios, con toda esa fuerza que puede tener quien sea Dios, tuve miedo a que la Parca escogiera ese momento para blandir sus siniestras manos sobre mi cabeza y llevar mi cuerpo entero a su reino, donde se encuentra la nada, impidiéndome continuar con el éxtasis donde todos mis sentidos se habían sumergido.
Mis manos, asombrados aun con vida, continuaron su recorrido, entrelazando su cintura y dirigiéndose por la columna vertebral, sintiendo el palpitar de sus células, una por una, y las respuestas de sus poros convertidos en líquido, que hubiera querido deslizar por mi boca, hasta llegar a su nuca y con solamente una vacilación tocar su rostro divino, su rostro de color negro que continuaba entregando sus labios como puerta abierta a un edén paradisíaco que intuía me esperaba.
Todo su cuerpo entero vibraba, su cuerpo de color negro, su cuerpo hecho para el amor, como hacía siglos vibraron sus ancestros al compás de antiguos tambores e instrumentos cuyo corazón surgía música apropiada para ritmos salvajes y afrodisíacos, allá en África.
¡Oh, mujer negra! El solo contacto de tus manos hace prolongar por eternidades la dicha y el placer.
De su cara no recuerdo hacia donde continuaron su camino mis dedos y las palmas de mis manos, pero navegando entre tinieblas, tormentas y brumas, surgen recuerdos y tiemblan mis dedos y vuelven a sentir el roce de sus caderas, de sus muslos, de sus senos, de su cuerpo. Sus caderas perfectas, como las que pintan las imágenes de las vírgenes y de las diosas, dos esferas semejando mundos, y en medio la separación donde se me deslizaba dando y recibiendo placer.
Sus senos, fuentes de dicha, auténticas hogueras que la punta de mi lengua paladeaban hasta dejar solamente el calor que producen las brasas, tibio y hermoso.
Cabalgue sobre sus muslos. Los senti unidos a los mios, sobre mis hombros, en el oscuro de mis labios, en mis dientes que los mordisquearon y en mi rostro que lo recorrí por todos ellos.
Su cuerpo fue mío. Su mente fue mía.
No hubo palabras.
Todo nos lo habíamos dicho con los ojos, con las manos, con los cuerpos, con los pensamientos transmitidos en el eterno momento en que una mujer sabe quiere ser ofrendada al placer, ser el objeto primordial del acto eterno y divino en que su cuerpo es el instrumento en el que proporciona la única verdadera cosa del pedazo de la vida que la natura ha entregado a los seres humanos y a la ves misma se congratula en un placer vuelto mil veces placer.
Y ahí, oyendo los rumores de la noche,
Teniendo tan solo el cielo como techo
Y la arena como dulce y tenue lecho,
Hicimos del amor pleno derroche.
Me embriagué en el aroma que surgía mezclado el sudor de nuestros seres, y supe que ese constituía la fracción del tiempo culminante en mi existencia, que ya nunca en el transcurso del tiempo que para mi cuerpo está fijado volveré a tener tanta dicha.
Hoy, vivir de añoranzas que hacen cuajar los ojos de lagrimas, surgir de los labios las frases que dijo y de la pluma de no/poeta, no/escritor, no/nada, el ansia de hacer el verso que llore, que grite, que desgarre:
Dónde estas para mi sangre darte
Dónde esta tu cuerpo hermoso
Que toda a ti quiero besarte
Y convertirte en un objeto de nuestro gozo.
