22/08/2025
Victoria Solaris
En un monasterio de las montañas de Kyoto, vivía el maestro Zen Seijuro. Era un anciano de barba blanca y ojos serenos, famoso porque enseñaba más con sus silencios que con sus palabras.
Un día llegó un joven monje llamado Haru, impaciente por aprender. Apenas se inclinó, empezó a hablar:
—Maestro, he estudiado los sutras, he practicado la meditación, he repetido mantras, pero aún no siento paz. Mi mente sigue como un caballo desbocado. ¿Qué me falta?
El maestro lo miró y, sin responder, se levantó. Caminó hacia un pequeño jardín interior donde había un estanque rodeado de piedras. Se sentó allí en silencio. Haru, confundido, lo siguió.
Pasaron unos minutos eternos en los que solo se escuchaba el viento entre los pinos y el canto lejano de un pájaro. Haru, inquieto, no pudo contenerse:
—Maestro, ¿no va a decirme nada?
Seijuro señaló el agua del estanque.
—Mira.
El joven se inclinó. El agua estaba turbia porque minutos antes él mismo había lanzado una piedra sin darse cuenta.
—¿Qué ves? —preguntó el maestro.
—Nada claro, solo ondulaciones.
Seijuro esperó en silencio. El viento cesó, el agua se calmó, y poco a poco el reflejo del cielo y los árboles apareció nítido.
—¿Y ahora? —preguntó de nuevo.
—Veo el cielo reflejado.
El anciano sonrió.
—Así es tu mente. Hablas, preguntas, corres, y todo se agita. Pero si guardas silencio, la verdad se refleja por sí sola.
Haru se sonrojó, comprendiendo la lección.
—¿Quiere decir que el silencio es la respuesta a todo?
—No a todo —corrigió el maestro—. Pero sin silencio no escucharás nada verdadero. Las palabras son como hojas secas: hacen ruido cuando el viento las mueve, pero el silencio es la raíz que sostiene al árbol.
El discípulo guardó silencio un instante, pero pronto volvió a hablar.
—Maestro, ¿cómo puedo aprender a callar mi mente si incluso cuando no hablo, dentro de mí todo grita?
Seijuro tomó una campana de bronce que estaba a su lado y la hizo sonar suavemente. El sonido puro vibró en el aire y luego se desvaneció.
—¿Escuchaste el final del sonido?
—Sí —respondió Haru.
—Ese momento es silencio. No es la ausencia de ruido, sino la presencia de todo lo que es. Entrénate en escucharlo, y tu mente aprenderá a descansar.
Haru cerró los ojos. Sintió el murmullo del viento, el crujido de la madera del templo, incluso su propia respiración. Por primera vez, no intentó pensar ni comprender: simplemente escuchó.
Después de un largo rato, abrió los ojos con lágrimas.
—Maestro, en el silencio me sentí más acompañado que nunca.
Seijuro asintió.
—Porque en el silencio te encontraste a ti mismo.
El joven respiró hondo.
—Entonces, ¿el silencio es el camino hacia la sabiduría?
—El silencio es el maestro —respondió Seijuro—. Yo solo soy un dedo que apunta hacia él.
Haru inclinó la cabeza con respeto. Comprendió que las respuestas que buscaba no estaban en los libros ni en las voces externas, sino en el espacio callado entre un pensamiento y otro.
Esa noche, en su celda, no encendió la lámpara ni abrió ningún texto. Se sentó frente a la ventana, escuchó la lluvia caer sobre el techo, y por primera vez en mucho tiempo, no sintió necesidad de preguntar nada más.