
15/09/2023
En lo profundo de mi corazón y en los rincónes más recónditos de mi memoria, yace un lugar que siempre ocupará un espacio único: Tilza, el pueblo de mis padres y abuelos. Cada vez que cierro los ojos, puedo sentir el cálido sol de Morelos acariciando mi piel y transportarme de nuevo a esas calles empedradas que parecían llevarme a un tiempo donde la prisa era un concepto ajeno.
El aroma inconfundible del pan recién horneado se entrelaza con los recuerdos de mi infancia. No puedo olvidar el sabor de aquel pan mezclado con la leche fresca recién ordeñada por mi abuelo, una delicia que despierta en mí una añoranza profunda.
Los días en Tilza eran un despertar de sensaciones. El sabor de la leche fresca y el queso, recién ordeñados de las vacas del abuelo, se mezclaba con la dulzura de los mangos, guamuchiles y ciruelas que devorábamos sin medida. Cada mordisco era un homenaje a la naturaleza generosa de la tierra, un tributo a los sabores auténticos.
A medida que el tiempo avanza, los años se han acumulado y los lugares cambian, pero Tilza permanece inalterable en mi corazón. La vida moderna ha traído consigo su agitación y comodidades, pero a veces, en medio de la vorágine, cierro los ojos y regreso a las calles empedradas y al ritmo tranquilo de aquel pueblo. En mi mente, vuelvo a pasear por los campos, a sentir la frescura de la tierra bajo mis pies y a saborear esos manjares que solo Tilza podía brindar.
Mis abuelos ya no están, pero su legado perdura en cada suspiro de nostalgia que brota cuando pienso en Tilza. Un lugar donde el tiempo parecía detenerse, donde la simplicidad de la vida se manifestaba en cada rincón y en cada bocado. Tilza, un pueblo que sigue siendo el refugio de mis recuerdos más preciados y la fuente eterna de mi añoranza.
César Huicochea