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Pareja de ancianos desaparece en 1999 en San Juan de los Lagos — 8 años después, hallan algo en...La puerta estaba cerra...
10/11/2025

Pareja de ancianos desaparece en 1999 en San Juan de los Lagos — 8 años después, hallan algo en...

La puerta estaba cerrada con llave por fuera, la bicicleta de Ernesto recargada en el mismo lugar y el pan comprado esa mañana ya no estaba sobre la mesa. Nadie pudo explicar qué pasó entre el último buenos días, al vecino y el momento en que el sol cayó sobre esa casa. Ni esa semana ni en los años que vendrían.

En la mañana del 12 de abril de 1999, el calor ya comenzaba a sentirse en las calles angostas de tierra. que llevaban al rancho de Ernesto Ramírez y Teresa López. El sol, aún bajo, se filtraba por las hojas de un par de naranjos en el patio, dibujando manchas de luz en el suelo seco. La casa, con paredes encaladas y ventanas con rejas de hierro parecía vivir siempre al mismo ritmo lento de sus dueños.

Ernesto, con camisa a cuadros descolorida y sombrero de ala corta, ya había pedaleado hasta el centro del pueblo esa mañana. Regresó con una bolsa de papel estrasa, el aroma a pan fresco escapándose por los bordes. Recargó la bicicleta contra la pared, como hacía todos los días y soltó un buenos días perezoso a un vecino que pasaba.

Teresa, con el vestido floreado que todos conocían y un delantal gris de bolsillos gastados, barría con calma el patio. El sonido de las cerdas en el suelo seco se mezclaba con el canto lejano de un gallo y el susurro de las hojas en el viento tibio. Para quien miraba desde afuera, era solo una mañana más en la vida de los dos.

La pareja llevaba décadas ahí en una rutina que parecía inalterable. Él cuidando el taller improvisado en el fondo, ella del pequeño huerto donde crecían cilantro, rábanos y algunas flores que ella misma decía plantar para darle color al día. Fue la última vez que alguien los vio. El vecino que saludó a Ernesto contaría después que nada le llamó la atención en ese momento.

No había prisa, tensión ni rareza, solo la calma habitual de una pareja que parecía no deberle nada a nadie. Sin embargo, cuando el sol ya se ponía, algo comenzó a inquietar a los vecinos más cercanos. La bicicleta seguía recargada en el mismo lugar. La bolsa de pan había desaparecido, pero la casa estaba cerrada.

La puerta principal, curiosamente cerrada con llave por fuera, como si quien hubiera salido quisiera impedir que alguien entrara o que algo saliera. Cuando buscaron a Patricia, la única hija, ella explicó con aparente naturalidad que sus padres habían viajado para visitar a familiares en León. La información sonó extraña. Nadie en el vecindario sabía de parientes en ese destino.

Aún así, esa noche algunos prefirieron creerle, tal vez para alejar la incomodidad de imaginar algo peor. Dos días después, la inquietud se convirtió en denuncia. La policía municipal, con sus uniformes azul marino ya desgastados por el sol, llegó en una camioneta que levantaba polvo en la entrada de la propiedad.

Inspeccionaron la casa, todo en orden, camas hechas, platos lavados, restos de comida en la mesa de la cocina, como si alguien se hubiera levantado en medio de la comida. En el patio, entre plantas de maíz ya secas y hierba baja, había un viejo pozo de agua cubierto por una tapa de hierro oxidada, demasiado pesada para ser movida por una sola persona.

Uno de los agentes anotó su presencia, pero no insistió. No había señales de robo, pelea o sangre. El reporte concluyó, posible ausencia voluntaria. El caso así perdió fuerza antes siquiera de tomar forma. Las semanas siguientes fueron un desfile lento de rumores. Algunos decían que la pareja se había endeudado y huyó.

Otros que habían discutido con la hija por la repartición anticipada de un terreno heredado de un tío lejano. Patricia, con rostro cerrado y pocas palabras, solo repetía que regresarían en cualquier momento. Pero conforme los meses se convirtieron en años, esa promesa se desvaneció.

Entre 1999 y 2007, la casa fue cambiando de dueño de adentro hacia afuera. Primero, Patricia vendió la bicicleta de Ernesto a un comerciante que restauraba piezas antiguas. Luego la recuperó, tal vez para mantener una apariencia de normalidad. Más tarde, el taller fue vaciado. Las herramientas vendidas en el centro.

El pozo en el fondo fue siendo tragado por la vegetación. Nadie más se acercaba. Los niños del vecindario decían que ahí vivían culebras y que por la noche salía un olor extraño como de agua vieja. Pero el silencio no dura para siempre. En el verano de 2007, Daniel, el nieto menor entonces de 18 años, comenzó terapia por recomendación de un maestro.

Era un joven inquieto, con dificultad para mantener los ojos fijos en quien le hablaba y cargaba un peso que ni él sabía nombrar. Fue solo después de semanas de silencio en el consultorio que decidió contar algo que, según él, nunca había dicho a nadie. La psicóloga, acostumbrada a historias difíciles, notó el temblor en su voz cuando comenzó. Esa noche escuché gritos.

La frase corta y seca abrió una puerta que había estado cerrada por casi una década. Esa noche escuché gritos. Daniel dejó la frase suspendida en el consultorio como quien destapa algo guardado por demasiado tiempo. La psicóloga no lo apresuró. El ventilador en el techo giraba lento, empujando un aire caliente que olía a papel y café rancio.

Tenía 18, pero hablaba con la voz del niño de 10 años que vivía en ese recuerdo. Dijo que su madre lo mandó a su cuarto temprano, algo raro en días de escuela. Quédate ahí. No salgas. No te asomes. El tono era duro, diferente a lo usual. contó que cuando el reloj pasó de la medianoche, escuchó un sonido áspero, como el arrastre de algo pesado por el suelo del patio, luego un ruido metálico, lo que más tarde reconocería como la tapa del pozo raspando la piedra. Por la ventana, entre la cortina delgada, vio dos sombras, mamá y un

hombre. No supo decir quién era, solo recordaba que ella gesticulaba, nerviosa y que el otro parecía mucho más fuerte. En algún momento, según él, los gritos vinieron desde dentro de la casa. No sabía si eran de sus abuelos o de algo más que su cabeza. A los 10 años no podía explicar. Luego vio bultos oscuros envueltos en cobijas, siendo arrastrados hasta la boca del pozo.

"Me tapé los oídos", susurró. Preguntado por qué nunca dijo nada, respondió sin mirar, "Porque me dijeron que si hablaba nos quitaban la casa." El silencio que siguió no fue de duda, sino de respeto al peso de ese recuerdo. La terapeuta registró solo lo esencial: fecha, lugar, relación familiar.

mención de un pozo y sugirió con cuidado que buscara a un adulto de confianza fuera de casa. Daniel salió del consultorio, caminó por las calles calientes del centro y buscó a su hermano. Andrés escuchó todo con la frente fruncida, sentado en el escalón de una tiendita. No abrazó a su hermano, no lloró. Se quedó mudo por largos minutos.

Luego dijo que eso debía contarse. Fueron juntos a la delegación municipal, un edificio bajo con paredes manchadas de sol, donde un agente mayor reconoció el apellido Ramírez, apenas se mencionó el año 1999. El hombre sacó una carpeta amarilla de un cajón que crujía, ojeó las páginas arrugadas y asintió con seriedad. Volvamos a la casa", dijo guardando el cansancio.

La noticia corrió rápido por el pueblo. Cuando los agentes llegaron al terreno, la tarde estaba cayendo. La vegetación ya se comía los canteros que Teresa cuidaba. Zacate alto, insectos, el polvo suspendido por los pasos de los policías. La casa parecía más pequeña, como si se hubiera encogido con la ausencia. El olor a tierra caliente se mezclaba con el deóxido.

Al fondo, cubierto de enredaderas, el pozo. La tapa metálica seguía ahí, pesada, de un naranja oscuro, el dibujo de la oxidación recordando mapas sin país. Patricia llegó después, llamada por teléfono. No discutió. Dijo solo que no había nada que ver, pero firmó la autorización para que los agentes entraran y cerraran de una vez ese capítulo...

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Adolescente desapareció en 1997 — 5 años después lo hallan vivo en un sótano de su misma calle...Era el verano de 1997 e...
10/11/2025

Adolescente desapareció en 1997 — 5 años después lo hallan vivo en un sótano de su misma calle...

Era el verano de 1997 en Riverside, California, un barrio tranquilo de clase media donde los vecinos se conocían por sus nombres y los niños aún jugaban en las calles hasta que caía la noche. En la calle Maple vivía la familia Rodríguez, Carlos, el padre que trabajaba como electricista, Diana, la madre que daba clases de piano desde su casa y su hijo único Mateo, de 15 años.

Mateo era un chico común, le gustaba el basketbol, jugaba videojuegos en su Nintendo 64 y soñaba con estudiar ingeniería cuando terminara la preparatoria. Tenía el cabello negro corto, ojos oscuros y una sonrisa tímida que heredó de su padre. Era miércoles 16 de julio de 1997. Mateo se despertó temprano ese día porque había quedado de encontrarse con su mejor amigo Daniel en el parque para jugar basketbol. Diana preparó el desayuno mientras Mateo buscaba sus tenis deportivos.

¿A qué hora vas a regresar, hijo?, preguntó Diana sirviendo jugo de naranja. Como a las 4, mamá. Después Dani y yo queremos ir a rentar un videojuego. Está bien, pero llámame si vas a tardar más. ¿De acuerdo? Sí, mamá. Mateo asintió mientras mordía una tostada. Siempre lo hago. Carlos bajó las escaleras anudándose la corbata.

Mi campeón sale de aventura. Solo al parque, papá. No es tan emocionante. Para mí todo lo que hagas es emocionante, dijo palmeándole el hombro. Ten cuidado. Mateo salió de casa a las 10:30 de la mañana. Llevaba unos shorts deportivos, una camiseta de los Lakers y su mochila con una botella de agua.

Caminó las cuatro cuadras hasta el parque saludando al señor Morrison, que regaba su jardín, y a la señora Chen, que barría su entrada. El parque estaba lleno de niños ese día de verano. Mateo y Daniel jugaron basketbol durante horas sudando bajo el sol californiano, riendo y compitiendo como siempre hacían. A las 3:30 decidieron tomar un descanso. "¿Vamos a Blockbuster?", preguntó Daniel limpiándose el sudor de la frente.

"Claro, quiero rentar ese nuevo juego de carreras." Caminaron juntos hasta la tienda de videos, mirando juegos, discutiendo cuál era mejor. A las 5, Mateo miró su reloj. Tengo que irme. Mi mamá va a enojarse si llego tarde a cenar. ¿Quieres que mi papá te lleve? No, está bien. Es solo unas cuadras. Se despidieron chocando las manos.

Mateo empezó a caminar de regreso a casa, su mochila al hombro silvando una canción que había escuchado en la radio. Eran las 5:35 de la tarde. El sol aún brillaba con fuerza. La calle Maple estaba tranquila, pero no desierta. El señor Patterson lavaba su auto. Una mujer paseaba a su perro. Dos niñas pequeñas jugaban a la rayuela en la acera.

Mateo caminó por su ruta habitual. No vio el auto que se estacionó lentamente en la esquina. No notó al hombre que bajó y caminó hacia él con paso decidido. Cuando llegó frente a la casa de los Henderson, a solo 30 met de su propia casa, un hombre lo llamó. Oye, chico, Mateo Rodríguez. Mateo se detuvo y se volteó. Era un hombre de unos 40 años con flexión promedio usando jeans y una camisa de trabajo azul.

Su rostro le resultaba vagamente familiar. Alguien que había visto por el vecindario. Sí, soy yo. Perfecto. Soy vecino de tus padres. Tu papá me pidió que te buscara. Hubo una emergencia. El estómago de Mateo se contrajo. ¿Qué emergencia? Tu mamá tuvo un accidente. Está en el hospital. Tu papá está con ella, pero necesita que vayas inmediatamente. ¿Qué? Mi mamá. El pánico inundó a Mateo.

¿Qué le pasó? Se cayó de las escaleras. No sé más detalles, por eso tu papá me envió a buscarte rápido. Mi auto está ahí. El hombre señaló una camioneta blanca estacionada a pocos metros. Mateo sintió que las piernas le temblaban. Su madre. Las escaleras de su casa eran empinadas.

Ella siempre cargaba tantas cosas al subir. ¿A qué hospital? Rivers, al general. Vamos, no hay tiempo. Tu papá está muy preocupado. Mateo no lo pensó dos veces. Corrió hacia la camioneta. El hombre abrió la puerta del pasajero y Mateo subió de un salto su mochila aún en el hombro. La puerta se cerró. El hombre rodeó el vehículo rápidamente y subió al lado del conductor.

Los seguros bajaron con un click que Mateo apenas notó en su estado de pánico. Ella está bien, ¿está grave? El hombre no respondió inmediatamente. Arrancó el motor y comenzó a conducir. Pero en lugar de girar hacia la avenida principal que llevaba al hospital, manejó en dirección contraria. Oye, el hospital está para el otro lado", dijo Mateo, la confusión empezando a mezclarse con su miedo.

"Es un atajo", respondió el hombre sin mirarlo. Algo en su tono hizo que Mateo sintiera un escalofrío. Miró al hombre con más atención. Sus manos agarraban el volante con fuerza. Su mandíbula estaba tensa. "¿Cómo se llama usted? ¿Usted conoce a mi papá?" El hombre no respondió. "Oye, le hice una pregunta.

" Quédate callado", dijo el hombre bruscamente. Mateo sintió que el corazón se le subía a la garganta. Algo estaba muy mal. Miró por la ventana tratando de orientarse. Ya no estaban en su vecindario. El auto aceleraba por calles que no reconocía. "Quiero bajarme", dijo Mateo, su voz temblando.

"Quiero bajarme ahora." No puedes. Mateo jaló la manija de la puerta, pero el seguro estaba puesto. Intentó destrabarlo, pero el hombre le dio un manotazo fuerte en la mano. Te dije que te quedes quieto. El pánico se convirtió en terror.

Mateo se abalanzó hacia el conductor tratando de agarrar el volante, de hacer que el auto se detuviera, de escapar de cualquier manera. El hombre le dio un codazo en el estómago que lo dejó sin aire. "No hagas eso otra vez", gritó el hombre. Mateo se encogió en el asiento jadeando lágrimas corriendo por su rostro. ¿Qué quieres? ¿Qué me vas a hacer? El hombre no respondió. Siguió manejando durante lo que pareció una eternidad.

Finalmente se estacionó en un vecindario diferente, más viejo, con casas descuidadas y calles desiertas. "Sal", ordenó el hombre. No. El hombre sacó algo de su bolsillo. Un cuchillo. Sal o te corto aquí mismo. Mateo salió temblando. El hombre lo agarró del brazo con fuerza brutal y lo arrastró hacia una casa de dos pisos con pintura descascarada.

Abrió una puerta lateral y empujó a Mateo hacia adentro. La casa olía humedad y abandono. El hombre lo llevó a través de una cocina sucia. Luego abrió una puerta que daba a unas escaleras que bajaban a la oscuridad. Baja. No, por favor. El hombre lo empujó. Mateo tropezó en los escalones, cayendo dolorosamente al piso de concreto del sótano...

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Estudiante desapareció en 2013 en su casa. 3 años después, un hombre encontró algo sorprendente...En junio de 2013 en Nu...
10/11/2025

Estudiante desapareció en 2013 en su casa. 3 años después, un hombre encontró algo sorprendente...

En junio de 2013 en Nuevo León, Sofía Garza desapareció en su casa, devastando a su familia y conmocionando a la región. 3 años después, un recolector de hierbas encontró algo que cambió por completo lo que se sabía sobre el caso. El 18 de junio de 2013, el sol apenas se levantaba sobre la zona residencial rural de Nuevo León, prometiendo otro día cálido y tranquilo.

Eran las 7:30 de la mañana. Dentro de la casa de la familia Garza, Mateo, de 19 años, se servía un vaso de agua en la cocina. Fue entonces cuando un movimiento captó su atención a través de la ventana. Su hermana mayor, Sofía, de 21 años, estaba junto al coche familiar en la entrada de la cochera, pero no estaba sola.

Un hombre, alto y corpulento, vestido con ropa de camuflaje de casa, la sujetaba por el brazo. "Mi primer pensamiento fue que era su novio," relataría Mateo horas después con la voz quebrada. Él casa y a veces se viste así. Pensé que estaban jugando o discutiendo. Me di la vuelta por un segundo. Ese segundo de confusión fue fatal.

Un ruido sordo como un golpe seguido de un grito ahogado de Sofía hizo que Mateo soltara el vaso. "Mamá, algo le pasa a Sofía", gritó corriendo hacia la puerta. Elena Garza bajó las escaleras en segundos. Cuando madre e hijo llegaron a la cochera, el silencio era total. El coche estaba allí, la puerta del conductor abierta, pero Sofía y el hombre habían desaparecido.

Se habían esfumado en la densa arboleda que rodeaba la propiedad. Fue como si se los hubiera tragado la tierra, recordaba Elena. El pánico se apoderó de ella, un miedo frío y paralizante. Entonces lo vio. Junto al coche, sobre el concreto, había unas gotas de sangre. En ese momento lo supe. Mi vida se partió en dos. Eran las 7:32 de la mañana.

¿Quién era Sofía Garza? Para su familia era el pilar de la casa. Una joven brillante de 21 años en su tercer año de enfermería con sueños de especializarse en pediatría. Era meticulosa, responsable y profundamente empática. Sofía era luz, decía su padre Ricardo. Ella no solo quería ser enfermera, sentía que era su vocación. Siempre estaba cuidando de todos nosotros.

No era una joven de fiestas ni de riesgos. Su vida era un libro abierto, la universidad, sus estudios, su novio estable desde hacía 2 años y su familia. No tenía enemigos, no había señales de problemas. El secuestro de Sofía no tenía sentido. Era la persona equivocada en el lugar equivocado. A las 7:45 de la mañana, mientras Mateo corría hacia la arboleda gritando el nombre de su hermana, Elena hizo la llamada que ningún padre quiere hacer. Los servicios de emergencia respondieron y las primeras patrullas de la policía local llegaron en menos de 15

minutos. Al ver la sangre en la cochera y escuchar el testimonio de Mateo sobre un hombre llevándosela por la fuerza hacia la mata, los oficiales supieron que no se trataba de una huida voluntaria. Aseguraron la escena, establecieron un perímetro y solicitaron urgentemente el apoyo de la Agencia de Investigación Estadual.

A las 9 de la mañana, la casa de los Garza, antes un refugio de tranquilidad, era el centro de comando de una investigación de secuestro de alto riesgo. A las 11 de la mañana, el detective Morales de la Unidad de Crímenes Violentos de la Agencia Estatal llegó al lugar. Morales era un hombre metódico con más de 20 años de experiencia.

Había visto el peor lado de la naturaleza humana, pero el descaro de este crimen lo alarmó. un secuestro a las 7:30 de la mañana en la puerta de la casa con la familia adentro. Eso requiere un nivel de audacia o de desesperación", comentaría Morales. Su primera tarea fue hablar con la familia. Se encontró con un padre, Ricardo, que intentaba mantenerse fuerte, organizando a los vecinos que ya comenzaban a llegar para ayudar.

Se encontró con un hermano Mateo, consumido por la culpa. Si no me hubiera confundido, repetía, y se encontró con una madre Elena en estado de shock, pero con una mirada de determinación feroz. La prioridad de Morales era clara. En un secuestro, las primeras 48 horas lo son todo.

Estamos en una carrera contra el tiempo. La primera teoría, el novio se descartó rápidamente. Una llamada telefónica confirmó que estaba en clases en su universidad a más de 100 km de distancia. Cuando le informaron, su reacción fue de incredulidad y angustia y se puso en camino de inmediato. El testimonio de Mateo era la única pista, un hombre alto con ropa de casa.

En una zona rural de Nuevo León, esa descripción era tan común que resultaba inútil. El detective Morales activó todos los protocolos. Equipos caninos fueron traídos para rastrear el olor desde la cochera, pero el rastro se perdió abruptamente al borde de una carretera secundaria a un kilómetro de la casa, sugiriendo que el secuestrador había estacionado un vehículo de huida allí. La búsqueda se intensificó.

Ricardo y los primeros voluntarios comenzaron a organizar cuadrillas de búsqueda peinando la densa vegetación. La tarde del 18 de junio, alrededor de las 4:00 de la tarde, llegó la primera pista real.

Un equipo de voluntarios que rastreaba el borde de la carretera secundaria, más allá de donde los perros perdieron el rastro, encontró algo. Era la mochila de lona que Sofia usaba para la universidad. Estaba tirada en la maleza a unos 2 km de su casa. Morales y su equipo forense acudieron de inmediato. "Fue un momento de esperanza", dijo Morales. Significaba que estábamos en el camino correcto.

A pocos metros de la mochila encontraron un recibo arrugado de una gasolinera y el hallazgo más crucial, el teléfono celular de Sofía. La familia sintió un alivio momentáneo. "El teléfono lo es todo hoy en día,", pensó Elena. Ahí están sus contactos, sus fotos, su ubicación. El teléfono fue tratado como la pieza de evidencia más importante y enviado de urgencia al laboratorio de análisis digital de la agencia estatal en Monterrey. Morales puso a un equipo a revisar el recibo.

Era de una gasolinera local fechado dos días antes. No parecía relevante de inmediato. Mientras el laboratorio trabajaba, la noche cayó sobre Nuevo León. Ricardo se negó a detener la búsqueda. "Mi hija está ahí fuera", dijo a los voluntarios. Equipados con linternas, docenas de residentes locales continuaron buscando en la oscuridad sus luces moviéndose como luciérnagas en la inmensidad de la mata....

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Alpinista desapareció escalando el Denali — 2 años después hallado BOCA ABAJO en CUEVA de HIELO...Cuando los rescatistas...
10/11/2025

Alpinista desapareció escalando el Denali — 2 años después hallado BOCA ABAJO en CUEVA de HIELO...

Cuando los rescatistas encontraron el cuerpo, estaba colgado boca abajo en el hielo, congelado, cubierto de hielo, atado con una cuerda de escalada a la pared de la cueva. El hombre llevaba mu**to 2 años y alguien lo había escondido allí a propósito. Verano de 2005, Parque Nacional de Nali, Alaska. La montaña más alta de América del Norte, 6190 m sobre el nivel del mar.

Un lugar inhóspito y peligroso. El tiempo cambia en cuestión de minutos. La temperatura puede bajar hasta los 40 gr bajo cer incluso en verano. Glaciares, grietas, avalanchas. Cada año mueren personas aquí. Scott McCandles llegó a Alaska a principios de junio. Tenía 41 años. Vivía en Colorado y era propietario de una pequeña empresa de construcción.

Llevaba unos 10 años practicando alpinismo. No era profesional, pero tenía experiencia. Había escalado varias cimas en las montañas rocosas y había estado en el Rainier, en el estado de Washington. El Denali iba a hacer su ascensión más difícil. Se preparó durante varios meses, entrenó físicamente, reunió el equipo y estudió las rutas. El denali no es una montaña para principiantes.

Se necesita aclimatación, el equipo adecuado y experiencia. Scott era consciente de los riesgos. Decidió no ir solo. Contrató a un guía a través de una empresa de Anchorage especializada en expediciones de montaña. La empresa se llamaba Alaska Summit Guides. Llevaba unos 15 años en funcionamiento. Tenía licencia y buenas críticas.

proporcionaban guías para ascensiones aldenali y otras cimas de la región. Cuando Scott se puso en contacto con ellos, le ofrecieron un sherpa experimentado, Pemba Lac. Pemba Nepal y tenía 32 años. Llevaba unos 12 años trabajando como guía. Empezó en el Everest, luego se mudó a Estados Unidos, obtuvo un visado de trabajo y se empleó en varias agencias de alpinismo. Tenía certificados y recomendaciones.

Sobre el papel parecía un especialista fiable. Se reunieron en Anchorage una semana antes de la ascensión. Discutieron la ruta, los plazos y las condiciones. Pemba explicó que la ascensión duraría unas dos semanas. la ruta estándar a través del glaciar Cajilna, la instalación de varios campamentos a diferentes altitudes para la aclimatación y a continuación el asalto a la cima.

El tiempo en junio suele ser más estable, pero no hay garantías. Scott pagó el coste total de los servicios por adelantado, $8,000. Esto incluía el trabajo del guía, parte del equipo y la logística. El contrato era estándar y ambos lo firmaron. No había condiciones inusuales. El 14 de junio de 2005 volaron en una pequeña avioneta al glaciar Cajahilna.

Allí se encuentra el campamento base del Denali, el lugar donde comienzan la mayoría de las ascensiones, a una altitud de unos 2,000 m. El tiempo era bueno y la visibilidad excelente. En el campamento base había varios otros grupos, alpinistas de diferentes países, guías, pilotos. Scott y Pembaon en el libro de ascensiones y obtuvieron el permiso de los guardaparques del Parque Nacional.

Pasaron dos días en el campamento base, revisaron el equipo y se prepararon para el ascenso. El 16 de junio comenzaron el ascenso. El plan era el habitual, subir gradualmente, establecer campamentos a 3000 m de altura, luego a 4000 y luego más arriba. La aclimatación es fundamental. Si se sube demasiado rápido, se produce el mal de altura, dolor de cabeza, náuseas, edema pulmonar o cerebral.

Puede matar en cuestión de horas. Los primeros días transcurrieron sin problemas. Avanzaban lentamente cargando pesadas mochilas. El tiempo se mantenía estable. Scott se sentía bien, la aclimatación iba bien. Cada noche se comunicaban por radio con el campamento base informando de su ubicación y estado.

El 20 de junio establecieron el campamento a una altitud de unos 3,800 m. Scott anotó en su diario que estaba cansado, pero que en general todo iba según lo previsto. El tiempo empezó a empeorar. El viento se intensificó y la temperatura bajó. Pemba dijo que había que esperar un día o dos a que mejorara el tiempo.

El 21 de junio, Scott hizo la última anotación en su diario. Escribió que Pemba exigía un pago adicional, $,000 en efectivo en ese mismo momento. Amenazaba con volver sin él si no recibía el dinero. Scott escribió que era absurdo que ya había pagado el importe total del contrato. No entiende por qué Pemba hace esto ahora a mitad de camino.

Ese mismo día, Scott se comunicó con el campamento base por radio. La conversación fue grabada, un procedimiento estándar para todas las ascensiones al denali. En la grabación se oye a Scott decirle al operador que tiene un problema con el guía, que Pemba exige más dinero y amenaza con marcharse.

El operador le aconseja que bajen juntos y resuelvan el asunto en el campamento base. Scott responde que intentará hablar con Pemba con la esperanza de resolver la situación. Esa fue la última comunicación con Scott. El 22 de junio, Pembaó solo. Informó de que Scott había desaparecido. Según él, Scott salió de la tienda por la noche para ir al baño y no regresó.

Pembacó durante varias horas, gritando y alumbrando con una linterna. No encontró rastros. Supo que Scott podría haber caído en una grieta, ya que hay muchas en esa parte de la ruta, algunas ocultas por la nieve. El operador del campamento base se puso inmediatamente en contacto con el servicio de rescate del Parque Nacional.

En pocas horas se organizó una operación de búsqueda y rescate. El helicóptero no pudo despegar debido al mal tiempo, por lo que el equipo terrestre comenzó el ascenso a pie. El 23 de junio, los rescatistas llegaron al campamento donde se encontraba Pemba. Este parecía cansado. Dijo que casi no había dormido y que seguía buscando a Scott.

mostró el lugar desde donde, en su opinión, Scott había salido por la noche. Los rescatistas comenzaron la búsqueda. Peinaron el terreno en un radio de varios cientos de metros alrededor del campamento. Revisaron todas las grietas visibles, las laderas y los posibles caminos. Buscaron huellas en la nieve, partes de ropa y equipo. No encontraron nada.

El tiempo empeoraba, la visibilidad disminuía y comenzaba una tormenta de nieve. El 24 de junio continuó la búsqueda. Se unieron al equipo varios rescatistas y voluntarios de otros grupos de alpinistas que se encontraban en la montaña. Ampliaron la zona de búsqueda y revisaron todas las zonas peligrosas conocidas...

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NOVIO la reconoce cerca del muelle de pescadores en Mazatlán — 29 años de silencio separaron...En septiembre de 1995, un...
10/11/2025

NOVIO la reconoce cerca del muelle de pescadores en Mazatlán — 29 años de silencio separaron...

En septiembre de 1995, una joven de 20 años salió de su trabajo en una papelería de Mazatlán para ver un departamento que cambiaría su vida. Nunca regresó a casa. Durante casi tres décadas su nombre se desvaneció entre carpetas olvidadas y búsquedas sin respuesta. Pero en julio de 2024, bajo el sol implacable del muelle de pescadores, un hombre reconoció algo que el tiempo no pudo borrar.

Una pulsera de chaquiras con una co**ha blanca gastada pero intacta, brillando en la muñeca de una mujer que el mundo había dejado de buscar. Mazatlán desplegaba su rutina costera con el mismo ritmo de siempre. En la colonia Juárez, las calles se llenaban temprano con el trajín de los puestos de verdura, las tienditas que abrían persianas metálicas y los camiones urbanos que levantaban polvo al frenar en las esquinas.

Paloma Armenta conocía cada cuadra de ese territorio como si fuera parte de su propia piel. A sus 20 años cargaba una vida dividida entre dos trabajos modestos y un sueño que apenas empezaba a tomar forma: terminar una técnica administrativa y mudarse con Iker a un lugar propio. Los fines de semana ayudaba a su madre en el puesto de verdura.

Llegaba antes del amanecer para acomodar lechugas, jitomates y chiles en las cajas de madera, siempre con los hombros ligeramente encogidos cuando las bolsas pesaban demasiado. Entre semana trabajaba en una papelería de barrio donde atendía a estudiantes y vecinos que buscaban cuadernos, plumas o copias baratas. El dueño, un señor de bigote entre Cano, le permitía salir temprano los jueves para que alcanzara a ir al mercado antes de que cerraran los mejores puestos.

Iker Beltran, su novio desde hacía 2 años, era aprendizán en un taller cerca del malecón. tenía 22 manos siempre manchadas de grasa y una forma de mirarla que hacía que Paloma sintiera que todo iba a salir bien. Los vecinos los conocían como pareja estable, de esas que se veían caminando por el malecón al atardecer o comprando refrescos en el Oxo de la esquina. Habían planeado casarse en diciembre solo por el civil, sin mucho alboroto.

La familia de Paloma no tenía dinero para fiestas grandes, pero la madre había empezado a juntar para comprar una plancha nueva y algunos trastes. En la muñeca izquierda, Paloma llevaba siempre una pulsera de chaquiras con una co**ha blanca que su madre le había regalado al cumplir 18.

Era un objeto sencillo hecho a mano por una artesana del mercado, pero para paloma significaba más que cualquier joya costosa. La usaba todos los días, incluso cuando lavaba trastes o cargaba cajas. Algunas chaquiras ya estaban desgastadas y la co**ha había perdido brillo, pero nunca se la quitaba. Iker solía bromear diciendo que esa pulsera era como su firma, algo que la hacía reconocible incluso desde lejos.

La vida en Mazatlán transcurría con la cadencia de una ciudad que vive del mar y del comercio informal. Paloma caminaba rápido por las calles, saludaba con una sonrisa de medio lado a los conocidos y soñaba con el día en que pudiera rentar un departamento pequeño donde cocinar para Iker, sin que su madre anduviera de un lado a otro preguntando si ya habían comido. En septiembre de 1995, ese sueño parecía más cerca que nunca.

Iker había encontrado un anuncio en un poste. Se renta depa económico, zona olas altas. Paloma había llamado desde un teléfono público y la dueña le había dado cita para el 17, un domingo por la tarde. Ese mes las lluvias habían dejado charcos en las banquetas y el aire olía a humedad mezclada con sal.

Paloma salió de la papelería a las 4:40 de la tarde, como siempre, con su bolsa de tela cruzada al hombro y la pulsera brillando tenuemente bajo la luz nublada. Llamó a Iker desde el mismo teléfono público de siempre, el que estaba a media cuadra de la papelería, junto a una tienda de abarrotes con un toldo azul desteñido. "Voy a ver el depa. Te marco saliendo", le dijo antes de colgar.

Iker le contestó que esperaría su llamada en el taller, que no tardara mucho porque ya se estaba haciendo noche. Paloma subió a una auriga que la dejó en Aquilán, casi esquina con olas altas, según declaró después el chóer. Eran las 5:30 de la tarde. Llevaba puestos unos jeans, una blusa verde menta y un suéter blanco anudado a la cintura.

El cielo empezaba a oscurecerse con esa rapidez característica de los días nublados en la costa. Caminó hacia el domicilio que le habían dado, un edificio de dos pisos con fachada despintada y ventanas con rejas. Nadie la volvió a ver después de eso. A las 7 de la noche, Iker seguía esperando la llamada de Paloma. El taller ya había cerrado y su maestro se había ido dejándolo solo en el patio trasero donde guardaban las refacciones.

Iker limpió sus herramientas, cerró el portón y caminó hasta el teléfono público más cercano. Marcó a la casa de Paloma. La madre contestó con voz tranquila, preguntando si ya venían en camino. Iker sintió un tirón en el estómago. No llegó, Paloma, preguntó la madre. dejó de hablar por un segundo. Dijo que iba contigo a ver un departamento.

Iker explicó que Paloma iría sola primero, que él la esperaría en el taller. La madre colgó y salió a la calle a preguntar a los vecinos. A las 8 la madre de Paloma fue a la papelería. El dueño confirmó que Paloma había salido a las 4:40 como siempre. Habló desde el teléfono de afuera y se fue caminando hacia la parada de Aurigas.

A las 9, Iker recorrió olas altas buscando el edificio del anuncio. Lo encontró. Una construcción vieja con un letrero de Serrenta pegado con cinta en la puerta. Tocó varias veces. Nadie abrió. Preguntó a los vecinos de al lado. Una señora dijo que la dueña vivía en otra colonia y que solo iba de vez en cuando a mostrar el lugar.

Nadie recordaba haber visto a una muchacha de 20 años esa tarde. A las 10 de la noche, la familia acudió a la policía municipal. El agente de guardia tomó los datos. Nombre completo, edad, ropa que llevaba puesta, señas particulares. La madre mencionó la pulsera de Shakiras. El agente dijo que esperaran unas horas, que a veces la gente se retrasaba por cuestiones de transporte o porque se quedaban platicando en algún lado. La madre insistió. Paloma no era de esas...

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