25/08/2025
́rate | Un motel, un corazón roto y un orgullo destrozado es el saldo de un operativo policial
En las calurosas noches de Cancún, cubiertos por el manto de la penumbra, una pareja llegó al motel Kamawa, situado sobre la avenida Kabah. La lujuria en sus ojos pedía con urgencia ser atendida a la brevedad posible. Ambos jóvenes estaban poseídos por Asmodeo, el demonio de la lujuria, y presurosos entraron a una habitación para dar rienda suelta a sus más bajos instintos.
En otro punto de la ciudad, un amante llegó a su casa antes de lo previsto y encontró el nido de amor sin el calor de su dulcinea, por lo que comenzó a llamar al iPhone 16 que había sacado a cuotas para regalarle a su amada. Pero ella no respondió, no escuchó ni sintió la vibración del aparato telefónico, pues seguramente en ese momento se encontraba extasiada en los brazos del tercero en discordia.
Los celos, un poco de astucia y la sospecha de que la ropa de su amada olía a leña de otro hogar lo hicieron recordar que el aparato había sido configurado para compartir su ubicación. Fue así como, al abrir la aplicación, sintió una puñalada en el corazón: el lugar marcaba el motel Kamawa, su mente salía de órbita mientras su corazón latía como si quisiera saltar de su pecho.
La inocencia del primero le hizo pensar que su amada podía estar en peligro, pero el único riesgo en el que se encontraba era sufrir un esguince en una de sus piernas por las contorsiones que realizaba durante el desenfrenado acto de lujuria. Eso no lo sabía el traicionado. Llegó hasta la recepción, describió a su chica, pero fieles a su trabajo no le dieron información; en el motel estos casos son recurrentes.
Nada le regresaba la tranquilidad al inestable joven que, como si el demonio mismo le susurrara al oído: “Llama a la policía y di que la tienen secuestrada”, sin dudarlo, eso hizo. La llamada al 911 de inmediato encendió las alarmas y la policía municipal fue enviada a la escena para saber qué pasaba, pero los alaridos que salían de las habitaciones hacían difícil diferenciar cuáles eran de placer o de dolor.
Con la ubicación del celular, los policías llegaron a la habitación y, al grito de “¡Salgan, somos policías!”, todo quedó en silencio. Desde adentro un hombre respondió que no pasaba nada. Ahí fue donde los policías miraron al joven y casi pudieron escuchar un corazón romperse en mil pedazos, cual espejo arrojado al suelo. “¡Queremos ver a la chica!”, dijeron los agentes. Fue entonces que el silencio sepulcral se volvió tenso y la noche cobró un aspecto lúgubre.
Un par de minutos después, aún componiendo su sexy atuendo, salió la manzana de la discordia, impávida, sonrojada, pero a la vez cínica. Dijo: “Ahora ya lo sabes, pero es tu culpa”. Los policías sólo movieron la cabeza en señal de desaprobación, pero no pudieron ignorar un par de ojos llenos de lágrimas y una expresión triste. Con las manos temblorosas, un jovencito desconcertado provocó la frase de un policía: “Ya viste, mándala a la fregada, ¿qué más quieres?”.
Pero el amante empedernido, cual fanático del príncipe de la canción, dijo con voz entrecortada: “Vuelve, como estés, como sea, que a nadie le importa… aunque te hayan tocado mil manos, para mí es igual; no importa lo que has dado, no me importa si has pecado”. Así, el romántico empedernido tomó a su amada, con unas calorías menos, despeinada, pero sin nada que no quitara el agua y el jabón. Se enfilaron hacia la salida y abordaron su fiel corcel de acero.
Es así como en delirante Cancún se entretejen las historias de amor y desamor que protagoniza la clase trabajadora, en los suburbios donde la realidad parece una novela del libro vaquero.