11/07/2025
Durante la Edad Media, la etiqueta era un concepto muy distinto al que conocemos hoy.
Los cubiertos aún no formaban parte de la mesa, y los comensales usaban sus propias manos para llevarse la comida a la boca. La grasa, los jugos o los restos... simplemente se limpiaban con lo que hubiera cerca: el mantel, la ropa o incluso... el pelaje de los animales.
Sí. En los banquetes de la nobleza era común tener perros o conejos en los salones, no solo como compañía, sino para que los invitados limpiaran sus dedos en ellos. La higiene, si se le podía llamar así, era rudimentaria.
Fue recién en el siglo XIII cuando comenzaron a colgarse trozos de tela en las paredes, llamados touailles, para ofrecer una alternativa un poco más digna. Aún así, los manteles seguían sufriendo el castigo de cada festín.
De ahí surge la palabra servilleta. Proviene del francés gardenappe: “proteger el mantel” (garder = proteger, nappe = mantel). Su función original no era limpiar a las personas… sino preservar el mantel de las manos de las personas.
Pero no sería hasta el Renacimiento cuando las servilletas comenzarían a evolucionar. En 1490, Leonardo da Vinci organizó el famoso banquete del “Paraíso” y, según el Códice Romanov, horrorizado por el descuido de los invitados, ideó una solución: proporcionar una servilleta individual a cada persona.
Fue una revolución silenciosa. Da Vinci imaginó que la mesa debía ser un lugar donde la elegancia no se manchara con grasa. Sin embargo, según cuentan, los invitados usaron las servilletas como pañuelos, para sonarse la nariz. El genio quedó decepcionado.
Con los siglos, las servilletas —entonces de lino o algodón— se convirtieron en símbolo de refinamiento. Algunas se llevaban al cuello, otras sobre el hombro o el brazo izquierdo. Hasta que finalmente encontraron su lugar… en el regazo.
Hoy es un gesto automático.
Pero detrás de esa tela doblada, hay siglos de historia, malentendidos, creatividad…
Y el intento de un genio por enseñarnos que la limpieza también puede ser un ARTE.