29/10/2025
Una noche, el aire en el llano erapeso y dulzón, como a melaza fermentada. Yo volvía a casa después de beber más de la cuenta, caminando torpemente bajo una luna gorda y amarilla. Me sentía invencible, con ese coraje falso que te da el aguardiente.
De pronto, un sonido me hizo tropezar: un silbido.
Era una melodía extraña, como si alguien estuviera practicando con una flauta, una escala musical subiendo y bajando: do, re, mi, fa, sol... y luego al revés.
Me detuve, tambaleándome. "¿Quién anda por aquí a estas horas?", farfullé, sintiendo un escalofrío que no era del frío.
Al principio, el sonido era fuerte, como si la persona estuviera a solo unos metros, quizás detrás de un mastranto. "¡Eh, compañero!", grité, con la voz pastosa. "¡A ver si dejas de silbar y vienes a compartir un trago!"
Silencio. Solo el viento.
Entonces, el silbido volvió, pero esta vez se oía muy, muy lejano. Pensé: "Bueno, ya se fue. Era un loco nomás". Y seguí mi camino, riéndome de mi propio susto.
Fue un error fatal.
Según la conseja, si el silbido se oye fuerte, es que la cosa anda lejos. Pero si lo oyes a lo lejos... ¡es que te lo echaste encima!
Justo cuando crucé la tranquera de una hacienda abandonada, el miedo me dio un puñetazo en el estómago. Sentí un aliento frío en mi nuca, y un olor a tierra mojada y a osamenta vieja. Me giré, tan rápido como mi borrachera me lo permitió.
Ahí estaba. Alto, más alto que cualquiera que yo haya visto, delgado como un palo, una sombra desgarbada. Lo único que rompía su silueta oscura era el costal de arpillera que cargaba al hombro, y un brillo enfermizo en sus ojos hundidos.
Y el silbido... ¡Dios mío, el silbido se había detenido justo detrás de mí!
No pude gritar, no pude correr. Solo pude sentir un terror helado y una mano esquelética que se cerraba sobre mi hombro...
Ahora, cuando el sol se oculta, y el cielo se pone morado sobre los pastizales, yo sigo caminando. Y, a veces, si un viajero bebido o un hombre de vida alegre pasa cerca, lo escucho.
Es ese sonido: do, re, mi, fa, sol... y luego al revés.
Pero no soy yo quien silba. Es la condena que me acompaña.