
05/08/2025
“El vestido de los domingos”
En un pequeño pueblo donde las casas aún olían a pan recién horneado y los relojes se detenían en las tardes de lluvia, vivía Elena, una mujer de 65 años, de manos suaves pero alma fuerte, que guardaba un secreto en el fondo de su armario: un vestido rosado que solo usaba los domingos.
Era un vestido sencillo, con encaje en los bordes y botones de nácar. No tenía marcas de diseñador, pero sí costuras llenas de memorias. Cada domingo, Elena lo colgaba frente al espejo, lo alisaba con cuidado y lo miraba con una sonrisa nostálgica, como quien acaricia un pedazo de su pasado.
Los vecinos decían que era vanidad. Que a su edad, para qué tanto arreglo. Pero lo que nadie sabía… es que ese vestido era un regalo. El último regalo que le hizo su esposo, Julián, antes de partir en aquel invierno silencioso, hace ya 15 años.
Julián era sastre. No de los que trabajaban en grandes talleres, sino de los que cosen con el alma. Cada puntada que daba tenía música, y cada prenda suya parecía contar una historia. El vestido rosado fue su obra maestra. Lo cosió en secreto durante semanas, escondiéndolo detrás de una cortina en su pequeño taller.
—“Para que nunca te olvides de los días felices, incluso cuando yo ya no esté”, le dijo con ojos llorosos la mañana que se lo entregó, poco antes de que el cáncer se lo llevara.
Desde entonces, Elena lo usaba solo los domingos. No por vanidad, sino porque ese día era especial. Ese día ella bailaba sola en su sala, con los ojos cerrados, al ritmo de un bolero que Julián solía cantarle. Era su forma de mantenerlo cerca. De no olvidarlo.
Pero ese domingo sería diferente.
Mientras colgaba el vestido, algo en su pecho le apretó fuerte. No era dolor. Era… un presentimiento.
Se lo puso igual. Se peinó, se perfumó. Bajó a la sala. Pero esta vez, en lugar de bailar, abrió la puerta y salió. Caminó hasta la plaza del pueblo, donde las parejas tomaban café y los niños corrían sin miedo.
Se sentó sola, con la espalda recta y la mirada suave. Nadie le hablaba, pero todos la miraban. Había algo mágico en ella.
Y entonces, un joven con una cámara se le acercó.
—“¿Puedo tomarle una foto? Se ve usted… tan feliz.”
Elena sonrió con los ojos brillando.
—“Claro, hijo. Solo no te olvides de lo más importante…”
—“¿Qué cosa?”
—“…que no hace falta que alguien esté a tu lado para sentir que te acompaña. A veces, los que más nos cuidan… ya no tienen cuerpo, pero siguen bailando con nosotros cada domingo.”
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