20/12/2025
Mi esposo llevaba casi un año sin trabajo cuando empezó a insistir con la idea de emprender. Yo trabajaba como secretaria en una empresa de logística de transporte, con contrato estable, horario fijo y un sueldo puntual. En la casa, yo era la única con ingresos constantes. Él decía que ya había enviado hojas de vida, que nadie lo llamaba, que se estaba deprimi3ndo. Fue entonces cuando me propuso montar un negocio: un restaurante de comida rápida. Decía que era algo sencillo, rentable y que nos ayudaría a salir adelante.
Desde el principio quedó claro que el crédito debía salir a mi nombre. Él no tenía estabilidad laboral, ni contrato, ni historial reciente que le ayudara con el banco. Yo acepté porque confiaba en él y porque era mi esposo. Hicimos cuentas, visitamos bancos, reunimos papeles y finalmente aprobaron un crédito grande a mi nombre. Yo firmé todo. Él estaba emocionado, hacía planes, hablaba de proveedores, de recetas, de horarios. Yo seguía yendo todos los días a la oficina, mientras en las noches lo ayudaba a organizar ideas y presupuestos.
El 💰 se fue rápido, pero todo tenía una justificación. Compramos neveras, estufas, mesas, sillas, utensilios, pagamos el arriendo del local, adecuaciones, permisos, publicidad, y contratamos dos empleados. Yo vi cómo cada peso se invertía ahí. Incluso hubo semanas en las que yo cubrí gastos de la casa sola porque él decía que no podía sacar 💰 del negocio todavía. Aun así, no me quejé. Pensaba que era un esfuerzo temporal.
Durante ese tiempo, nuestra relación empezó a cambiar. Él llegaba tarde, pasaba más tiempo en el local que en la casa, estaba siempre con el celular en la mano. Ya no hablábamos como antes. Las cenas juntos se volvieron raras, los fines de semana los pasaba “resolviendo cosas del negocio”. Yo veía señales: menos afecto, menos interés, discusiones por cosas pequeñas, silencios largos. Pero decidí ignorarlo. Me repetía que era estrés, que era la presión de empezar algo nuevo.
El restaurante se inauguró un sábado. Yo ayudé ese día: limpié, organicé mesas, atendí clientes cuando faltaba alguien. Estaba cansada, pero orgullosa. Pensé que ese era el comienzo de algo bueno para los dos. Una semana después de la inauguración, un martes en la noche, él me pidió que habláramos. No fue una discusión, ni una pel3a. Me dijo, con calma, que ya no sentía lo mismo por mí, que llevaba tiempo sintiéndose así y que prefería ser honesto.
Le pregunté qué iba a pasar con el negocio, con la deud@, con todo lo que habíamos hecho. Me dijo que el restaurante era “su proyecto”, que él iba a seguir adelante, que yo entendería con el tiempo. Esa misma semana se fue de la casa. Yo me quedé con el crédito, con las cuotas mensuales, con mi sueldo de secretaria y con una d3uda que no era para mí.
Hoy sigo trabajando en la misma oficina, pagando un crédito que firmé confiando en un matrimonio que ya no existe. El restaurante sigue funcionando, pero no a mi nombre. Cuando miro atrás, veo todas las señales que decidí ignorar: la distancia, la falta de compromiso, las decisiones tomadas solo por él. Yo puse la estabilidad, el respaldo y la firma. Él puso la idea, y se fue cuando ya no me necesitaba.