30/08/2025
Imelda tenía apenas 4 años. Su corta vida estuvo marcada por la pobreza y la marginación. Migró desde Chiapas junto a su familia, buscando en Cuernavaca la esperanza de un mejor futuro, pero lo que encontró fue una realidad igual de cruel. Desde hace siete meses su madre la dejó al cuidado de su tía, también menor de edad. Ambas sobrevivían pidiendo limosna en los cruceros de la ciudad.
Ayer, mientras bailaba en la glorieta de la Luna para llamar la atención de los automovilistas, Imelda tropezó y cayó al suelo. Una camioneta que pasaba no alcanzó a detenerse. La tragedia fue instantánea y la pequeña perdió la vida.
Hoy su cuerpo permanece en la fiscalía, esperando a ser reclamado. No tiene acta de nacimiento, no hay un registro oficial que la nombre ni un familiar cercano que sepa dónde están sus padres. Imelda murió como vivió, en el abandono y la invisibilidad.
Su historia debería estremecernos. Porque no es un accidente aislado, es el reflejo de una realidad que viven miles de niñas y niños chiapanecos en la pobreza extrema, desamparo, migración forzada, infancia rota. Nos duele Imelda, pero más debería dolernos el sistema que permite que tantos niños crezcan sin protección, sin futuro, sin un lugar en este país que también debería pertenecerles.
Su muerte debe sacudirnos la conciencia. Porque si la vida de Imelda no nos indigna, entonces como sociedad ya hemos perdido mucho más que a una niña, hemos perdido la humanidad.
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