
28/08/2025
Los Mounstros que otros mounstros temen…
Una niñita apareció a las puertas de un bar del centro de Mérida, justo a medianoche, y se plantó frente al hombre más temido del lugar para preguntarle si podía ayudarla a encontrar a su mamá.
La música de la rocola, que tronaba con un viejo tema de AC/DC, se atragantó de pronto. Entre el humo del cigarro y el olor a cerveza, los moteros vestidos de cuero y mezclilla guardaron un silencio tan pesado como la humedad del trópico. La niña, con su pijamita llena de princesas de Disney, estaba parada en la puerta con lágrimas corriendo por su carita morena, mirando a treinta hombres curtidos como si fueran su última esperanza.
Se acercó directo a “Jaguar”, presidente del Club Guerreros Jaguar MC, un gigantón moreno de casi dos metros, brazos como ceibas y rostro marcado de cicatrices. Le jaló el chaleco y susurró las palabras que encendieron a toda la hermandad y destaparon el secreto más oscuro de aquella ciudad.
—El hombre malo encerró a mi mamá en el baño… y ya no se despierta —dijo con voz quebrada—. Dijo que si yo hablaba, le haría daño a mi hermanito. Pero mi mamá me dijo que los moteros cuidan a la gente.
Ni a la policía, ni a los vecinos. Nadie respetable de la ciudad era opción. La mamá de esa niña le había dicho: “Si alguna vez necesitas ayuda de verdad, busca a los motociclistas”.
Jaguar se agachó, su figura enorme empequeñeciéndola aún más. Con voz grave, pero increíblemente suave, preguntó:
—¿Cómo te llamas, princesa?
—Me llamo Lupita —respondió, y luego añadió algo que hizo que todos los motociclistas sacaran sus celulares como un resorte—: El malo es policía. Por eso mamá dijo que solo buscara a los moteros.
El aire se volvió eléctrico. Claro. Todo cuadraba. Un policía podía desaparecer a una mujer en un abrir y cerrar de ojos, protegido por el sistema. Y los chivos espiatorios siempre serían los señalados como los villanos.
Jaguar la cargó en sus brazos como si no pesara nada. Miró a los suyos, con ojos duros como piedra.
—Hermanos, vamos a trabajar. Chucho, ponte en comunicación y rastrea la dirección. Tacho, tráele un Choco Milk a la niña y sácale la ubicación con calma. Pantera y Chepe, en diez minutos quiero ruido al norte de la ciudad, que la policía corra para allá como siempre , Los demás, listos. No solo vamos a encontrar a su mamá… vamos a regresar a esta familia a su casa.
No hubo debate. Solo el rechinar de sillas y el tintineo de llaves. Mientras Tacho, un moreno corpulento de tixco con sorprendente don para los niños, calmaba a Lupita, ella señaló su casa en el mapa del celular: pertenecía al oficial Francisco Méndez Uc , un policía condecorado, famoso en la ciudad por su “imagen de hombre ejemplar”, pero con un carácter que muchos conocían bien.
El plan era quirúrgico. Mientras las motos de Pantera y Chepe rugían por las avenidas principales, atrayendo la atención de los municipales, cuatro motos —entre ellas la de Jaguar— rodaban sin luces por las calles estrechas del centro, apagando motores a una cuadra de la casa. Se movían como sombras bajo los almendros y flamboyanes.
Jaguar entró por la ventana trasera que Lupita describió. La casa estaba demasiado ordenada, como fingiendo calma. El llanto débil de un bebé lo guió a un cuarto: un niño de meses, Leo, lloraba en su cuna. Un hermano del club lo sacó envuelto en una manta rumbo a la noche.
El baño fue otra historia. Jaguar abrió la puerta con la linterna en mano y ahí, desplomada en el piso de azulejo, estaba Doña Marisela, la madre de Lupita. Respiraba, aunque estaba golpeada e inconsciente. El gigante la levantó con la misma ternura con que había cargado a su hija.
Mientras tanto, Chucho, el genio tecnológico del grupo, ya había tendido la trampa: localizó el número de Méndez y lo llamó con voz distorsionada.
—Oye, Méndez… me enteré de algo. Una niña se metió con los Guerreros Jaguar. Y parece que ya habló.
La rabia del policía tronó en el teléfono:
—¡Esa escuincla!… Cuando termine aquí, regreso y acabo lo que empecé con ella y su madre.
Todo quedó grabado.
Cuando Méndez corrió de regreso a su casa, la jaula ya estaba vacía. Su mundo se le vino abajo. La grabación no fue para la policía local —todos sabían que estaban podridos—, sino directo a la Guardia Nacional y a una radiodifusora local . Ya no habría encubrimiento.
En la casa club, un exmédico militar atendía a Marisela. Lupita y Leo dormían tranquilos, rodeados por un círculo de guardias de cuero que no dejaban que ni la sombra los tocara.
Semanas después, la ciudad seguía en shock. El oficial Méndez estaba preso y su captura destapó una red de corrupción dentro de la policía estatal. Los Guerreros Jaguar fueron llamados héroes, aunque a ellos no les gustaba ese título.
Una noche, Marisela se sentó junto a Jaguar en el porche de la casa club, viendo a Lupita corretear luciérnagas en el jardín . Sus moretones ya se habían desvanecido, y su risa volvía poco a poco.
—Nadie me iba a creer —dijo, con voz baja—. Una madre soltera contra un policía muy conocido … Pero mi abuela siempre me decía que hay distintos tipos de protectores en este mundo. Que algunos traen placa y otros traen cuero. Yo le dije a Lupita que los buscara a ustedes porque sabía que no verían mi pasado… Solo verían a mis hijos.
Jaguar observó cómo un enorme motero apodado “Grillo” se detenía para que Lupita atrapara una luciérnaga que brillaba en su bota.
—No somos héroes, doña Mari —dijo, con esa voz grave que retumbaba—. Somos los monstruos que otros monstruos temen. Y su niña… ella sí es la valiente.
Bajo el cielo estrellado del centro de Mérida, con el rugido lejano de las motocicletas y el aroma a gasolina mezclado con flor de ramón, aquella familia rota había encontrado un nuevo resguardo. No solo los habían salvado. Los habían hecho parte de la manada.