23/08/2025
“NO TE NECESITAMOS”
La última vez que vi a mi hija Camila, llevaba un vestido elegante, de esos que cuestan lo mismo que un año entero de cosechas. Tenía el cabello recogido y un perfume que olía más a distancia que a cercanía.
No me saludó con beso, tampoco con abrazo. Me miró como si yo fuera un extraño sentado en la banca equivocada. Y con una voz suave, casi cortés, soltó la frase que me dejó vacío:
—Ya no te necesitamos.
No lo dijo con rabia, sino con la fría tranquilidad de quien cree que ya ha superado su origen.
Todo empezó treinta y cinco años atrás, en el caserío de Santa Rosa. Yo, Julián Herrera, apenas tenía un par de hectáreas de tierra y un corazón grande para soñar. Me casé con Teresa, mi compañera, mi amiga, la madre de mis tres hijos: Camila, Rodrigo y Elena.
Trabajamos como mulas para que ellos tuvieran lo que a nosotros nos faltó. Para pagarle la carrera de Camila en la capital, vendí mis vacas lecheras, esas que mi padre me dejó. Para Rodrigo, que quería estudiar ingeniería, vendí las tierras de mi abuelo. Y para Elena, que soñaba con ser doctora, hipotecamos hasta la casa donde dormíamos.
Nos quedamos con un cuartito de adobe y un huerto de cebollas. Y aun así, nunca faltó la esperanza en la mesa.
Al inicio, me llamaban los domingos. Luego, solo en cumpleaños. Después, nada. El silencio se volvió un manto que cubría mi vejez.
Hace unos meses, vino un empresario a ofrecerme una suma enorme por el huerto, porque quieren hacer ahí una planta procesadora. Me asusté, no entendía de contratos ni papeles. Pensé en buscar consejo… en mis hijos.
Viajé a Lima con mi sombrero viejo y un folder de documentos bajo el brazo. Primero fui a la oficina de Camila, ahora abogada reconocida. Cuando me vio, apenas levantó la ceja.
—Papá… ¿qué haces aquí? —preguntó, como si mi presencia fuera una incomodidad.
Le conté del huerto, del dinero, de cómo todo eso podía asegurarles un futuro más fácil. Ella rió, no con burla, sino con condescendencia. Llamó a sus hermanos, y pronto estábamos los cuatro en una sala de reuniones demasiado blanca, demasiado fría.
—Mira, papá —dijo Rodrigo, ajustándose la corbata—. Nosotros ya construimos nuestra vida sin depender de ti.
—Ese terrenito no vale la pena —agregó Elena, sin despegar los ojos de su celular.
—Haz lo que quieras, pero entiende de una vez —cerró Camila, mirándome como a un cliente molesto—: ya no te necesitamos.
No me echaron. No hacía falta. La indiferencia fue peor que cualquier empujón.
De regreso al pueblo, en el bus, miré mis manos agrietadas y comprendí: la tierra nunca me dejó de dar, pero mis hijos sí dejaron de ser míos.
Semanas después, firmé la venta. Con el dinero, no les compré nada a ellos. Construí un centro de salud para el caserío, con consultorio y medicinas, para que ningún niño volviera a enfermarse sin ayuda. Lo bauticé “Teresa Herrera”, en honor a la mujer que me acompañó hasta el último aliento sin pedirme nunca nada a cambio.
Cuando muera, mis hijos recibirán una carta:
“Lo que di por ustedes se convirtió en olvido. Lo que di por mi pueblo se convirtió en vida. La verdadera riqueza nunca estuvo en el dinero, sino en las manos que saben dar sin esperar nada a cambio.”