30/10/2025
Eso era lo que duraba una cinta virgen de casete, 45 minutos por cada cara, 90 minutos para llenar de emociones, recuerdos, canciones que no querías olvidar. Hubo una época en que los casetes eran el corazón de nuestras emociones. La cinta magnética donde grabábamos no solo música, sino también pedazos de vida.
La música la grabábamos directamente de la radio, esperando con los dedos sobre el botón de Rec para capturar nuestra canción favorita. Aunque muchas veces el locutor hablaba encima justo en el mejor momento y nos arruinaba la grabación.
No había Spotify ni listas personalizadas. Había paciencia, intuición y el silencio absoluto de la casa cuando la canción comenzaba. Con un bolígrafo Bic en la mano, rebobinábamos la cinta con cuidado, evitando que el Walkman no se tragara nuestros himnos adolescentes.
La cinta se convertía en una extensión del alma. Con ella conquistábamos, sufríamos, soñábamos. Cada casete era una cápsula del tiempo. En sus etiquetas, garabateábamos los títulos con letra nerviosa. Cara A, lento. Cara B, rock.
Intercambiarlos con amigos era un acto de confianza absoluta. Los mixtapes eran declaraciones de amor encubiertas, ensayos emocionales llenos de mensajes entre líneas, y cuando alguno fallaba, cuando el sonido comenzaba a arrastrarse o la cinta se enredaba como una tragedia griega, corríamos al rescate con un destornillador o una tijera, como cirujanos del alma.
Aquel clic al cerrar la tapa del Walkman, aquel sonido suave de la cinta avanzando, era el pulso de una generación que aprendió a sentir sin prisas.