21/07/2025
Tuve un padre... pero nunca me sentí hija.
Él estaba ahí.
Sentado a la mesa.
En la casa.
A veces incluso entre el público.
Pero nunca en mi corazón.
Estaba presente en cuerpo,
pero nunca en alma.
Me dio comida, pero nunca emociones.
Pagaba las cuentas,
arreglaba cosas rotas,
me llevaba a la escuela.
Pero nunca hablamos de nada más profundo que un
"¿Cómo te fue?"
"¿Ya comiste?"
"Apaga la luz."
Y por años pensé que eso era suficiente.
Aprendí a reducir mis necesidades para que cupieran en su capacidad emocional.
Dejé de preguntar.
Dejé de contar.
Dejé de esperar.
Porque cada vez que intentaba abrirme,
cambiaba de tema
o simplemente se iba.
Así que me repetía:
"Tal vez soy demasiado emocional."
"Tal vez los papás no hablan de sentimientos."
Pero aún así… lo busqué en cada hombre que amé.
Salí con hombres distantes, fríos, difíciles de leer.
Porque eso me resultaba familiar.
Confundí el abandono con lo normal,
el silencio con fortaleza.
Y seguí persiguiendo la figura de un padre
en amantes que tampoco sabían quedarse.
Lo perdono… pero sigo sanando.
Sé que no tenía las herramientas.
Sé que creyó que estar físicamente era suficiente.
Sé que su propio padre seguramente le dio aún menos.
Pero eso no quita el duelo por lo que no tuve.
Las palabras que nunca escuché.
El abrazo que siempre esperé.
La seguridad que jamás sentí.
Porque hay hijas que crecen sin sentirse elegidas,
y eso deja una cicatriz.
No una que se vea…
sino una que susurra:
"Eres demasiado."
"Pides demasiado."
"Sientes demasiado."
Hoy estoy aprendiendo que nada de eso era verdad.
No era demasiado.
Solo era demasiado sensible
para un hombre que nunca fue enseñado a amar.