30/10/2025
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Latosos, “Mictlantecuhtli, el Señor del Inframundo”
En el corazón de la antigua tierra totonaca, donde el viento aún murmura nombres olvidados y la tierra respira el aliento de los ancestros, se levanta la figura del más temido y venerado de los dioses: Mictlantecuhtli, el Señor de la Muerte, el guardián del último horizonte, el que reina donde termina la luz.
Su presencia no es de este mundo, entre las sombras del pasado, su imagen permanece sentada sobre un trono de arcilla, imponente, eterno. El cuerpo descarnado revela costillas y huesos que no son símbolo de horror, sino de sabiduría: la verdad desnuda de la existencia. En su rostro vacío no hay crueldad, hay quietud. Y en esa quietud… el universo entero se detiene.
Lleva sobre la cabeza un tocado majestuoso, donde un murciélago abre sus alas, custodio de los secretos de la noche. A su alrededor, cráneos y figuras silenciosas le rinden tributo, como si cada una conservara la última palabra de quienes cruzaron el umbral del Mictlán. Aún hoy, sus pigmentos ocres parecen latir bajo la luz, como si el fuego ritual no se hubiera apagado del todo.
Los antiguos totonacas lo comprendían como pocos: Mictlantecuhtli no era enemigo del hombre, era su destino. A él acudían todos, sin excepción, cuando el ciclo se cerraba. No con miedo… sino con respeto. Porque sabían que la muerte no era una condena, sino el retorno al principio. Y el Señor del Inframundo, con su mirada vacía y su trono de hueso, era el custodio del equilibrio, el guardián del orden cósmico.
Dicen que en las noches de luna oscura, cuando el aire huele a tierra mojada y el silencio pesa sobre los montes, el espíritu de Mictlantecuhtli recorre los caminos antiguos. No busca almas… las acompaña. Su sombra no amenaza, guía. Su paso no arrastra, sostiene. Porque en la cosmovisión totonaca, la muerte no es final… es camino, es regreso, es transformación.
Ver su escultura es mirar al abismo del tiempo. Es escuchar, en el polvo que la cubre, el eco de un pueblo que no temía desaparecer, porque sabía que en las entrañas de la tierra seguía latiendo la vida.
Mictlantecuhtli, señor del polvo y del silencio, no gobierna con espada ni con fuego… gobierna con la eternidad.
Y en cada altar que se enciende, en cada flor que se ofrece, en cada alma que se recuerda, su nombre se pronuncia de nuevo. Porque mientras el hombre siga honrando a sus mu***os, el Señor del Inframundo jamás dejará de reinar.