
14/12/2024
Había una vez, en un pequeño pueblo rodeado de montañas, una niña llamada Sofía. Tenía ocho años y solía jugar sola en el jardín trasero de su casa, donde un viejo columpio colgaba de un árbol centenario. Aunque el columpio crujía con cada movimiento, Sofía lo amaba.
Una tarde, mientras el sol comenzaba a ocultarse, Sofía notó algo extraño. El columpio se movía solo, como si alguien invisible lo impulsara. Intrigada, se acercó, y de pronto sintió una brisa helada rozarle la mejilla. Fue entonces cuando la vio: una mujer de cabello largo y vestido blanco, con ojos oscuros y vacíos que parecían absorber toda la luz.
La mujer le sonrió suavemente.
—¿Quieres jugar conmigo, Sofía? —preguntó con una voz que parecía salir de todas partes.
Sofía, asustada pero extrañamente atraída por la mujer, respondió:
—¿Quién eres?
—Soy Lucía —contestó—. Vivía aquí hace mucho tiempo, pero ahora estoy sola. Ven conmigo, prometo que nunca te sentirás sola otra vez.
Sofía sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Su madre siempre le había dicho que no hablara con extraños, pero Lucía parecía tan amable. Sin embargo, algo en sus ojos le daba miedo.
En ese momento, una anciana vecina apareció corriendo al jardín, agitando un rosario en la mano.
—¡Déjala en paz, Lucía! —gritó con voz firme.
La figura de la mujer se desvaneció en el aire como niebla al amanecer. La vecina abrazó a Sofía y le explicó que Lucía era el espíritu de una mujer que había perdido a su hija muchos años atrás. Desde entonces, rondaba buscando llevarse a niñas para llenar el vacío de su soledad.
Esa noche, Sofía prometió nunca más jugar sola al atardecer. Aunque el columpio seguía columpiándose de vez en cuando, ella sabía que no estaba sola, y que Lucía siempre estaría cerca, esperando.