17/10/2025
“El día a dia de los trabajadores”
El amanecer apenas comenzaba a pintar de azul el cielo cuando el silbato de entrada sonó, cortando el murmullo del viento entre los tubos y estructuras metálicas. Uno a uno, los trabajadores se reunieron frente al supervisor, sus cascos amarillos reflejando la luz fría de las lámparas industriales.
El olor a acero, polvo y sudor formaba parte del aire… un aire pesado, pero lleno de propósito.
Entre ellos estaba Miguel, con el rostro medio cubierto por un pañuelo y el arnés apretando su pecho. Llevaba doce años en el oficio y aún recordaba la voz de su hija cuando le decía, antes de salir al turno:
“Papi, prométeme que vas a volver.”
Esa promesa se le clavaba cada mañana como un recordatorio silencioso.
El ingeniero habló sobre las medidas de seguridad, sobre los puntos de anclaje, los cascos bien asegurados, los cordones revisados. Algunos asentían mecánicamente, otros apenas escuchaban. Pero Miguel sabía que detrás de cada palabra había una historia que nunca se contó, una vida que no regresó a casa.
Mientras subía por la estructura, su mirada se perdió en el horizonte. Recordó a su compañero Luis, que hace dos años olvidó enganchar su línea de vida “solo por un momento”. Ese momento fue suficiente.
Desde entonces, Miguel revisaba tres veces su equipo. No por miedo, sino por amor.
El día avanzó entre el eco de herramientas, gritos de advertencia y el calor del metal. En medio del ruido, un pensamiento se le repetía:
“Seguridad no es un reglamento, es una promesa cumplida.”
Al caer la tarde, cuando el sol se escondía detrás del andamiaje, el silbato volvió a sonar. Era la señal del fin de jornada. Miguel descendió, cansado pero entero. Al quitarse el casco, sintió el alivio del aire fresco en el rostro.
Sus compañeros lo miraban con la misma mezcla de agotamiento y orgullo. Nadie lo decía, pero todos sabían que habían vencido un día más.
En el portón, Miguel marcó su salida y miró su reflejo en la placa metálica: un hombre cubierto de polvo, pero vivo.
Al cruzar la calle, divisó a su hija corriendo hacia él con los brazos abiertos. Y al abrazarla, comprendió que cada norma, cada indicación, cada equipo revisado con paciencia… no eran simples reglas.
Eran los puentes invisibles que lo mantenían unido a lo que más amaba.
“El verdadero trabajo no termina cuando baja uno del andamio,” pensó,
“termina cuando llegamos a casa y podemos decir: lo logré, un día más.”