11/10/2025
La Niebla se aferraba a los acantilados como un velo fantasmal, ocultando parcialmente las imponentes torres de roca que se alzaban sobre la arena. Desde mi posición, a cierta distancia, la Playa de las Catedrales se revelaba como un reino misterioso, un escenario donde la naturaleza desplegaba todo su poderío.
Observé cómo el mar, incansable escultor, se retiraba lentamente, dejando al descubierto un laberinto de arcos y cavernas. La luz del sol, que se filtraba entre la bruma, creaba un juego de sombras y destellos sobre la roca húmeda, dotando al paisaje de una atmósfera mágica.
Imaginé a los pequeños seres que habitaban aquel lugar: cangrejos correteando entre las grietas, aves marinas planeando sobre las olas, algas danzando al ritmo de la corriente. La vida se abría paso en cada rincón, adaptándose a la fuerza del mar y la imponente presencia de la piedra.
Contemplé la escena como un espectador privilegiado, sintiendo la grandeza de la naturaleza y la fragilidad del ser humano ante su poder. La Playa de las Catedrales, un monumento natural que invitaba a la reflexión, a la admiración, a la conexión con lo ancestral.
Aunque no pisé su arena, la experiencia se grabó en mi memoria como una imagen imborrable. Un recordatorio de la belleza que nos rodea, de la fuerza que reside en la naturaleza y de la importancia de observarla, respetarla y preservarla.