15/07/2025
Un viaje sin vacaciones solo trabajo
En la imagen se observa una vieja camioneta blanca, oxidada y cansada como los cuerpos que transporta. Más de una docena de personas, entre ellas varios niños, van apiñados en la caja, colgados de los tubos improvisados, algunos con la mirada perdida y otros mirando al suelo, aferrados a la madera como si se sostuvieran de la vida misma. Esta escena no es ajena para quienes han nacido y crecido en el campo mexicano. Es un retrato que duele, pero que sigue siendo cotidiano.
Los niños no van a la escuela. Van al surco. Van al sol ardiente. Van al cansancio. Van a ganarse apenas unos pesos, esos que al llegar a casa se transformarán en tortillas, en frijoles, en un puñado de azúcar para el café negro que calienta su amanecer. No es que quieran trabajar, no es su sueño cargar costales de cosecha cortar limon arar la tierra o sostener un azadón con manos aún pequeñas; es la única elección posible en su mundo donde el hambre apremia y la pobreza gobierna.
No hay cinturones de seguridad. No hay asientos cómodos. La camioneta va cargada más allá de su límite, como la vida de estos jornaleros que excede la resistencia humana, pero que continúa avanzando. Cada bache es un salto al vacío, cada curva es un riesgo de muerte. Sin embargo, allí están, valientes, sin opción de quedarse, porque quedarse es no comer, es ver a sus hermanos llorar de hambre.
Es un riesgo asumido por necesidad. Una necesidad tan fuerte que rompe los miedos. Niños de 8, 10 o 12 años, con rostros endurecidos por el sol y la resignación, viajan cada día sin saber si volverán. La nostalgia del adulto se hace presente al pensar que, mientras algunos niños van con mochilas de colores a la escuela, los suyos van con costales y garrafones de agua al campo.
Son vidas valientes, sí, pero vidas frágiles, arriesgadas en el filo de la muerte para traer el pan a la mesa. Al mirarlos, uno no puede evitar preguntarse cuántos sueños quedan tirados entre surco y surco, cuántas vidas se consumen antes de aprender siquiera a vivirlas.
Porque este viaje no es un paseo al campo. Es el viaje sin retorno de la infancia perdida.