
28/08/2025
El sprawl urbano es la enfermedad silenciosa que está devorando nuestras ciudades. No es progreso, es retroceso disfrazado de modernidad. Cada fraccionamiento aislado, cada carretera periférica inútil, cada loteo que se traga hectáreas de suelo agrícola o natural, es una prueba de la incapacidad de planear con visión y de la complicidad entre poder político y negocio inmobiliario.
El costo es brutal: ciudades cada vez más caras de mantener, más congestionadas, más contaminadas y más desiguales. Familias condenadas a pasar horas en el tráfico porque alguien decidió que la expansión horizontal es negocio, aunque sea una catástrofe para la vida diaria. Servicios públicos que nunca alcanzan porque se dispersan sin control. Suelos fértiles convertidos en concreto barato. Y mientras tanto, el ciudadano paga con impuestos, tiempo y salud los errores de una planificación ausente.
La tragedia es que existe un instrumento claro para evitar esta locura: el transepto urbano. Este modelo ordena el crecimiento con lógica: de lo natural a lo rural, de lo suburbano a lo urbano, del vecindario al centro. Es simple: cada uso tiene su lugar y cada lugar tiene su vocación. Con el transecto urbano se construyen ciudades compactas, eficientes y humanas. Sin él, lo único que se multiplica es el caos.
No aplicar el transecto urbano no es omisión inocente, es negligencia criminal. Porque perpetuar el sprawl es hipotecar el futuro de las próximas generaciones: más asfalto, más calor, más contaminación, menos agua, menos vida. El sprawl no es desarrollo, es la condena de la ciudad al colapso.
Quienes toman decisiones deben entenderlo: o se aplica el transecto urbano para frenar el cáncer de la expansión, o se firma la sentencia de muerte de nuestras ciudades.
Mike Alex Aldana
La familia que rechazó más de 50 millones de dólares para quedarse donde crecieron.
En un barrio que antes era campo abierto cerca de Sídney, la familia Zammit compró su casa en una gran extensión de tierra hace más de 40 años. Con el paso del tiempo, la ciudad creció a su alrededor y ahora quedan solos en medio de un mar de casas nuevas y casi idénticas.
Varios desarrolladores se acercaron ofreciéndoles enormes sumas de dinero para quedarse con su terreno. Se dice que ofrecieron más de 50 millones de dólares australianos —algunos incluso mencionan 60 millones—, pero ellos dijeron que no. Dijeron que ese lugar es parte de su historia y que no lo cambiarían por dinero, por muy tentador que fuera.
La comunidad los comenzó a ver como un símbolo de resistencia: no vendieron como todos los demás, no se dejaron llevar por la presión. Hoy, su casa sigue rodeada de construcciones nuevas, y cada vez que alguien pasa, ese sitio destaca como un recuerdo de lo que antes fue todo el lugar.