14/08/2024
Día del Abuelo en México, 28 de agosto.
Las sillas mecedoras estaban vacías, permanecía una frente a la otra, fijas hacia el poniente, hacia donde se oculta el sol tras rosar la montaña con sus últimos rayos, que dibujan las siluetas de las garzas que, gallardas vuelan hacia sus nidos.
Las vi mecerse solitarias con las caricias del viento, que esa tarde soplaba con lúgubre aliento, moviendo las viejas y empolvadas cortinas de la ventana de madera, que se azotaba una y otra vez, en forma lenta pero permanente, empujada por el viento que arrastraba el polvo que levantaba de la vereda sin pasto, mientras las hojas caían de los árboles formando alfombras que iban de allá para acá, de aquí para allá, provocando el revoloteo de los grillos y de la libélula que iba en busca de su flor para resguardarse de la moche, que amenazaba con ser calurosa. Las macetas que colgaban de la viga, parecía que disfrutaban el vaivén, provocando rechinidos que vestían el ambiente con nostalgia.
En el costado de una de las mecedoras yacía un puro chupado a medias, apagado, sin fuego; era arrastrado también por el viento hacia los lados, sin rumbo fijo. El periódico se había deshojado y era levantado con vuelos cortos. Ahí estaba el viejo sombrero españolado, forrado de pana, que tapaba la cabeza calva del abuelo.
En la otra mecedora se encontraba la servilleta con flores a medio tejer, con las agujas ensartadas y el dedal sobre la manta. El viejo reboso de rallas grises descansaba en el respaldo. Los lentes de la abuela habían caído al piso, los cubría el polvo sin misericordia. El gato runruneaba paseándose por el largo balcón, que era acariciado por las hojas de las ramas del añejo naranjo agrio. Levantó la vista y me miró con indiferencia; luego restregó su cuerpo sobre mi pantorrilla y maullaba débilmente.
Había pasado mucho tiempo, no sé cuánto desde que me fui de casa, que ahora yacía abandonada; no hacía mucho que había sido habitada por los abuelos, pero ya no estaban. Abrí la puerta de vieja madera lentamente, provocando rechinidos. En la sala los muebles estaban cubiertos con polvorientas sábanas cafesosas por la tierra. En el centro de la pared pendía un Cristo, cabizbajo, sin fuerzas para levantar la cabeza, las veladoras estaban apagadas y un rosario yacía tirado en el piso de tierra. Las sandalias de los abuelos permanecían a un costado de la cama, como esperándolos para llevarlos a caminar. Afuera de la casa ladraba un perro, lo vi por la ventana, estaba flaco, muy flaco.
En el buró había una carta, estaba dirigida a mí, su final estaba firmado por los abuelos, ella y él escribieron ahí sus últimas letras, con las que me recordaban lo mucho que me quisieron. Ellos me criaron y me educaron como si hubiera sido su hijo, fueron los padres que jamás conocí. Me dijeron que no me arrepintiera de haberlos dejados para irme pál norte en busca de trabajo.
Mientras leía la carta el viento soplaba más fuerte, levantando todo lo que encontraba a su paso.
Un hombre y una mujer, ya de edad, llegaron para decirme dónde había sepultado a los abuelos, que murieron juntos, intoxicados con el humo de la chimenea que habían dejado encendida antes de dormir.
Debajo de su árbol favorito, un viejo zapote blanco, se encontraba la tumba donde yacían sus cuerpos desde hacía poco menos de un año. Sobre ella planté rosales de flores blancas, sus preferidas.
Poco a poco me retiré de la casita que, triste destacaba encima de la loma, desde donde veíamos el atardecer, donde esperábamos la salida de la luna cubierta de estrellas titilantes; donde me contaban sus cuentos, sus cuentos del ayer… (Arturo Ceja Arellano. 14/8/2024. En México se celebra el Día del Abuelo. Vaya para ellos mi homenaje).