
27/08/2025
La doctora Avril Castrillo Sanchún, presidente del colectivo Colectivo Identidades Indígenas , nos comparte una reflexión respecto a la reforma judicial y sus implicaciones en la realidad indígena.
La política envenena la justicia: una reforma que socava la imparcialidad
Por: Avril Castrillo Sanchún
Presidente del colectivo Identidades Indígenas
En los más recientes meses, hemos sido testigos de una serie de reformas al Poder Judicial que, en lugar de fortalecer la independencia y la justicia, parecen abrir las puertas a una peligrosa politización del sistema legal. Lo que inicialmente se presentó como un intento de modernización y eficiencia, rápidamente se convirtió en un mecanismo para colocar en los cargos clave a personajes afines a ciertos intereses políticos, socavando la esencia misma de un sistema judicial autónomo y justo.
A diferencia de lo que denodadamente defendió el discurso oficial, para los pueblos indígenas y afrodescendientes, estas decisiones no sólo representan una amenaza para la institucionalidad, sino también una negación a nuestras historias, nuestras voces y nuestros derechos. En otras palabras, no basta con que llegue una persona indígena a presidir la Suprema Corte de Justicia de la Nación si el país no cuenta con el entramado legal que garantice nuestros derechos.
La justicia para nosotros siempre ha estado ligada a la comunidad, a la cosmovisión ancestral cuyas enseñanzas nos indican que la justicia no necesariamente significa castigo, sino armonía, respeto y equilibrio. La judicialización impuesta desde el poder político, en cambio, parece ignorar esa perspectiva, tratando a nuestras comunidades como obstáculos o meros instrumentos de movilización, sin reconocimiento real de nuestra dignidad y conocimientos ancestrales.
Un rasgo que no podemos perder de vista es que la reforma, presentada bajo la promesa de combatir la corrupción y mejorar los procesos, se ha convertido en un pretexto no sólo para legitimar nombramientos políticos sino, principalmente, para consolidar un control partidista sobre las instituciones judiciales. La independencia judicial -que debería ser el pilar del Estado de Derecho- está en grave peligro de convertirse en un espejismo, sometida a los caprichos de los intereses políticos del momento.
Como señala la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH, 2019), la independencia judicial es fundamental para garantizar derechos y evitar abusos de poder. La pérdida de esta independencia no sólo amenaza la imparcialidad, sino que también mina la confianza ciudadana en las instituciones, generando un clima de inseguridad jurídica.
Pero esta tendencia de manipulación no se limita sólo al Poder Judicial. La misma lógica se repite en la propuesta de reforma al Instituto Nacional Electoral (INE), que en teoría busca garantizar elecciones libres y transparentes.
Sin embargo, la realidad revela otra cosa: en medio de discursos que prometen “eliminar riesgos” y “fortalecer la democracia”, la presidenta ordenó la creación de una “comisión presidencial” para analizar las reformas electorales, cuya trampa “democrática” será escuchar a la sociedad y actores involucrados, pero las decisiones serán tomadas sólo por dicha comisión.
Este mecanismo, lejos de promover una participación genuina, se revela como otra estrategia política para centralizar decisiones, relegando la voz del pueblo a un papel secundario. Las consultas populares, que deberían ser un espacio de participación auténtica, terminan siendo simulaciones, mientras las decisiones finales se toman en despachos cerrados que deciden por encima de la voluntad popular. Este escenario, que puede parecer un ejercicio de transparencia, en realidad refleja un alto grado de cinismo y manipulación.
Mientras tanto, a los pueblos originarios y afrodescendientes, que en muchas regiones somos los guardianes de la tierra, la cultura y la memoria ancestral, nos tratan como a las comparsas manipulables de un gobierno que encontró en nosotros una razón de ser para su discurso político. Clara muestra de ello es la falta de consulta previa, libre e informada -como lo establece el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo- cuya ausencia del marco legal evidencia que nuestras comunidades sigan siendo consideradas como obstáculos o recursos útiles en la agenda política, pero no como actores legítimos en la toma de decisiones que afectan nuestro territorio y nuestro modo de vida. La historia nos muestra que esta estrategia de invisibilización y utilización ha sido constante, dejando a nuestras comunidades en la vulnerabilidad y sin reconocimiento de nuestra autoridad ancestral.
La historia inmediata revelará el verdadero sentido de estas reformas, tanto la judicial como la electoral: concentrar el poder en una estructura que, en lugar de servir a la ciudadanía, sirva a quienes buscan mantener el control, eliminando obstáculos para perpetuarse en el poder. La narrativa oficial habla de “fortalecer la institucionalidad” a través de “reformas democráticas”, pero en realidad, todo se convierte en una cortina de humo para justificar la concentración del poder y silenciar voces disidentes, incluyendo las nuestras, las voces de los pueblos originarios y comunidades marginadas. La historia nos advierte que estas maniobras suelen acompañarse de una retórica vacía que oculta intereses hegemónicos y privatizadores.
Es alarmante que, en nombre de la “seguridad” o la “estabilidad”, se estén debilitando los mecanismos y estructuras que aseguran la protección de los derechos y la justicia. La independencia del Poder Judicial y del INE no son lujos, sino condiciones imprescindibles para que la democracia funcione verdaderamente. La justicia no puede ser una herramienta al servicio de unos pocos, sino un camino que garantice el respeto a la dignidad de todas las comunidades. Como nos enseñan nuestras cosmovisiones ancestrales, la justicia verdadera requiere diálogo, reconocimiento mutuo y respeto por la diversidad, principios que parecen ser ignorados en estos procesos de reformas unilaterales y centralizadas.
Y aquí radica la crítica más profunda: el Estado, en su afán de consolidar poder, ha abandonado los principios que fundamentan una verdadera democracia. En lugar de ser garante de derechos, se ha convertido en un actor que busca controlar, manipular y silenciar, dejando de lado las voces de quienes más deberían ser escuchados.
La historia de la relación entre el Estado y nuestros pueblos indígenas y afrodescendientes indica que cuando se olvida la justicia social y los derechos humanos, se termina perpetuando las desigualdades y excluyendo a quienes viven en la periferia. La actual situación demuestra que, bajo la apariencia de legalidad y orden, hay un interés profundo por mantener las estructuras de poder intactas, aún a costa de la vulneración de derechos y la destrucción de comunidades y territorios.
El gobierno actual, cuya temporalidad electoral no está a discusión, debería tener claro que la verdadera tarea del Estado es construir un espacio donde el reconocimiento y defensa de derechos, la justicia, la igualdad y la participación sean reales, no meros discursos vacíos o políticamente adecuados. La historia nos muestra que sólo en la medida en que los gobiernos reconozcan y respeten la diversidad y la autonomía de sus pueblos, podremos avanzar hacia una nación más justa y equitativa. Hasta entonces, seguiremos enfrentando una realidad en la que la justicia sigue siendo un privilegio de unos pocos y no un derecho de todos.