07/08/2025
La.libertad y el amor de madre no tiene precio
No recuerdo exactamente el año en que se abolió la 3sclavitud. Lo que sí recuerdo es que en 1890 yo seguía siendo invisible.
Me llamo Clara. Era una mujer negra, con la piel curtida por el sol y los años de servidumbre. En las casas donde trabajaba, no me llamaban por mi nombre. Me decían “muchacha”, “negra”, o simplemente no me hablaban. A veces hablaban de mí como si yo no estuviera ahí. Lo aprendí desde niña: hay gente que te ve y gente que te mira sin verte. Y a nosotras, las mujeres como yo, nos miraban solo para darnos órdenes.
Tuve a mi hija Rosa cuando tenía diecinueve años. Fue en medio del miedo y la pobreza, como tantas otras cosas en mi vida. Los médicos no sabían explicarlo bien, solo decían que tenía “la mirada lenta” y “el cuerpo flojito”. Con el tiempo, aprendí que tenía síndrome de Down, aunque en esos años no se le llamaba así. Para los demás, era simplemente una criatura “anormal”.
A mí nunca me importó. Desde el primer momento, Rosa fue mi alegría, mi razón de seguir.
Pero criarla sola no fue fácil. No teníamos hogar. Dormimos en galpones, en patios de casas ajenas, debajo de techos prestados por otras mujeres que, como yo, trabajaban sirviendo. Siempre con el temor de que nos echaran si lloraba muy fuerte o si yo me retrasaba una hora del trabajo por llevarla al médico o por consolarla.
En las casas donde limpiaba, las otras sirvientas eran blancas o mestizas muy claras. Me miraban raro por tener a mi hija conmigo. Algunas hacían comentarios en voz baja, creyendo que yo no escuchaba:
—La lleva como si fuera un perro atado.
—Debería dejarla en un asilo.
—Esa niña no va a durar mucho.
Una vez, una de ellas le dijo a mi Rosa que era “una muertita caminando”. Me le fui encima, con la rabia de años. Me echaron, por supuesto. Pero valió la pena. Nadie tocaba a mi niña. Nadie.
Pasaron los años. Trabajé en más casas de las que podría contar. Cociné, lavé, barrí, limpié los retretes y cambié pañales ajenos. Todo con Rosa siempre conmigo, colgando de mi espalda cuando era pequeña, caminando a mi lado cuando creció, tropezando a veces pero sonriendo siempre. Ahorraba cada moneda que podía. No gastaba en nada que no fuera pan y arroz.
Un día escuché a un viejo decir que vendía un terreno seco, a las afueras del pueblo. Nadie lo quería. “Tierra dura, sin agua, sin futuro”, decía. Pero el precio era bajo. Y yo ya tenía el dinero justo.
Fui a verlo. No era más que una extensión de polvo y viento. Pero era mío. Puse mi nombre con mano temblorosa en el papel. Era la primera vez que firmaba algo importante. El primer pedazo de mundo que no podían quitarme.
Construimos una pequeña choza de madera. Un techo de lata, dos camitas de paja. Rosa decoró las paredes con flores hechas con trapos viejos. Me decía que era un palacio. Yo le creía.
Y entonces, ocurrió el milagro.
Estaba cavando para hacer un cerco, cuando la tierra escupió un chorro negro y espeso. Me asusté. Pensé que era barro podrido o veneno. Pero un vecino vino corriendo. Se arrodilló, metió la mano, la olió.
—¡Señora… esto es petróleo!
No entendí. Me explicó que valía dinero, mucho dinero. Que esa tierra seca que todos despreciaban tenía oro negro en las venas.
Y vinieron. Hombres con trajes caros, zapatos brillantes y palabras dulces. Me ofrecieron sumas que no sabía contar. Me prometieron casas, autos, joyas. Pero yo los miré como me habían mirado a mí toda mi vida: con desconfianza.
—Esta tierra es mía —les dije—. Y es para mi hija.
Rosa me abrazó y me dijo, con esa voz suya que era canto y ternura:
—¿Ahora sí vamos a tener un jardín?
—Sí, mi amor —le dije—. Vamos a tener un jardín lleno de flores, y nadie te va a mirar con lástima nunca más.
No vendí. No quería volver a servir en casas ajenas. Usé el petróleo para levantar una vida, pero no para llenarla de lujos. Construí una casa digna, una escuela pequeña para niñas como Rosa. Les enseñé a coser, a leer, a sonreír sin miedo.
Y cada vez que el viento sopla sobre nuestra tierra, siento que los siglos de silencio se rompen. Que la voz de mi abuela, de mi madre, y de todas las mujeres negras que fueron silenciadas, ahora canta en el suelo que me pertenece.
Fuimos libres, no cuando lo firmaron los políticos. Fuimos libres cuando el mundo ya no pudo echarnos de donde estábamos.
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