26/09/2025
El orgullo del dedo pintado
Había una época en Colombia en la que las elecciones se vivían distinto. No existían las maquinitas digitales, ni el tarjetón con tantas marcas de bolígrafo. El voto se daba con la tinta roja, y la prueba irrefutable de que alguien ya había ejercido su derecho quedaba marcada en la piel: el dedo pintado.
La gente salía temprano, con sombrero y camisa dominguera, rumbo al puesto de votación. Los abuelos decían que no había fiesta más grande que el día electoral, porque se respiraba ese aire de “decisión del pueblo”. Al llegar, después de la papeleta y el registro, el jurado hundía el dedo índice del votante en el tarro de tinta roja.
Esa mancha era más que un símbolo: era una cicatriz del día democrático. Algunos la llevaban con orgullo, mostrándola en la tienda o en la plaza:
—¡Ya cumplí con la patria! —decían levantando la mano, como quien enseña un trofeo.
Otros la escondían, por miedo a que les preguntaran por quién votaron, porque en tiempos de tanta violencia política, una mancha podía ser también un riesgo.
Los niños miraban curiosos los dedos de los mayores, soñando con el día en que también podrían hundir su dedo en ese tarrito misterioso. Los enamorados aprovechaban la ocasión para dejar marcado el cachete de la novia con un beso teñido de rojo.
Al final de la jornada, el pueblo entero caminaba con los dedos señalados, como si fuera una hermandad secreta que compartía una misma marca. El rojo se iba borrando con los días, pero en la memoria quedaba intacta esa sensación de haber participado en algo grande.
Hoy, cuando se vota con esfero y biometría, muchos recuerdan con nostalgia aquel tiempo en que la democracia en Colombia se medía por los dedos pintados de rojo, el testigo silencioso de que la voz del pueblo había sido escuchada.