22/02/2025
FINAL PARA EL CUENTO DE JULIO CORTÁZAR: CASA TOMADA.
Por Pablo Nicoli Segura.
Nunca miramos hacia atrás. Caminamos sin rumbo fijo, las calles desiertas, el aire fresco de la noche que no alcanzaba a disipar un leve temblor en las manos de Irene. Nos detuvimos en una esquina; la luz amarilla del farol parecía más sucia que nunca.
—¿Y ahora? —preguntó Irene, sin mirarme.
No supe qué decir. Era absurdo pensar en un hotel y sin dinero, o en casa de parientes que ya no estaban. La casa lo era todo. Todo estaba allí. De pronto, el afuera se nos presentaba tan ajeno como si nunca hubiéramos caminado esas calles.
Sin decidirlo, empezamos a caminar hacia Rodríguez Peña. Al doblar la esquina, sin proponérmelo, miré hacia el frente de la casa. Nada. Ninguna luz, ningún movimiento. Una sombra apenas más densa donde estaba el zaguán. Irene también se volvió un instante, pero enseguida bajó la vista.
—¿Dónde vamos a dormir? —preguntó entonces.
Me detuve. Había un banco en la plaza, frente a la casa. Dudé. La idea de alejarnos más me parecía peligrosa, como si la casa pudiera ofenderse. Nos sentamos en el banco. Irene se cubrió los hombros con los brazos, mu**ta de frío. Me miró por primera vez desde que salimos.
—No debimos dejarla.
La miré sin entender. Su voz no tenía reproche, sólo una tristeza tan densa como las sombras de los árboles. Había algo en su manera de decirlo, como si hablara de un pariente que se muere lejos, y uno no alcanza a despedirse.
—No había opción —dije.
Pasamos la noche en la plaza. La ciudad dormía con su respiración uniforme. Irene no volvió a hablar. Al amanecer, el canto de los gorriones rompió el silencio. Me puse de pie, entumecido. Irene permanecía sentada, inmóvil, mirando hacia la casa y unos niños subidos a su carrito de madera al vernos pasaron gritando desaforados y se perdieron en la profundidad de la esquina.
—Vamos —dije.
Ella se levantó sin una palabra. Caminamos lentamente hacia el frente. Me detuve a pocos metros del zaguán. La puerta seguía cerrada, como la habíamos dejado. La llave seguía en la alcantarilla, lo sabía bien. Y sin embargo, una sensación difícil de explicar se apoderó de mí.
—¿La escuchas? —pregunté.
Irene asintió. Apenas un murmullo, como un roce leve contra las paredes, una respiración tranquila. La casa estaba viva, ocupada, plena. Comprendí, con una certeza que me heló la sangre, que nunca había estado tan habitada.
Nos miramos mejor el uno al otro y nos descubrimos con nuestras mortajas puestas, antiguas, manchadas y raídas por el paso del tiempo y comprendimos.
No dije nada más. Tomé a Irene del brazo y seguimos caminando sin volver la mirada rumbo a nuestro nuevo hogar…
La casa, al fin era ocupada por una nueva familia y apellido y nuestras cosas ahora les pertenecían, porque los mu***os no pueden llevarse nada físico al otro lado; solo arrastran ecos, memorias que se disuelven con el tiempo, como el último suspiro antes del olvido.