Lidia Virginia

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11/04/2025

En las alturas de la sierra de Huancavelica, donde el aire huele a eucalipto y el frío muerde al amanecer, vivía Doña Rosaura, una mujer de 70 años con el rostro surcado por arrugas que contaban historias de siembras y noches de luna llena. Su pequeña casa de adobe, con techo de tejas rojas, se aferraba a la ladera como un pájaro cansado. Allí, entre ollas de barro y mantas tejidas a mano, residían sus cinco "hijitos": Luz, Chispa, Nube, Tico y Rayo, cinco gatitos que llegaron a su vida como regalos del viento.

Los encontró uno a uno: Luz, de pelaje blanco como la nieve de los picos, apareció temblando tras una helada; Chispa, atigrada y traviesa, se coló por la ventana durante una fiesta del pueblo; Nube, gris y tímida, la siguió desde el mercado; Tico, negro con patitas doradas, fue rescatado de un charco de lluvia; y Rayo, el último, un revoltoso tricolor que maullaba como si quisiera recitar poemas.

Doña Rosaura les tejió ropitas con lana de alpaca teñida con tintes naturales: un chaleco azul para Luz, una chaqueta roja para Chispa, un suéter pastel para Nube, un gorro con orejeras para Tico, y para Rayo, un ponquito verde que combinaba con sus ojos de esmeralda. "Así no pasarán frío, mijitos", les decía mientras les servía leche caliente en tazones de cerámica.

Las mañanas transcurrían entre los quehaceres: ella cultivaba papas y quinua, y los gatitos la seguían en procesión, jugando entre los surcos. Por las tardes, se sentaban junto al fogón de arcilla, donde ella hilaba historias de duendes de las montañas y ellos ronroneaban, enredados en sus piernas.

Una noche, una ventisca azotó la sierra. Doña Rosaura, envuelta en su manta, reunió a los gatitos en una cesta forrada con lana. "Aquí estarán seguros", susurró, colocándola cerca de las brasas. Al amanecer, el pueblo halló su puerta cerrada y asumió que la anciana estaba descansando. Pero dentro, entre el crepitar del fuego y el té de coca, ella sonreía: sus "hijos" dormían apilados sobre su regazo, abrigados por sus tejidos, mientras la voz de Rayo maullaba una canción antigua que solo ella entendía.

En la feria del domingo, los vecinos comentaban: "Doña Rosaura vive sola…". Ella, al escucharlos, acariciaba a Chispa, que llevaba su chaquetita roja, y respondía sin mirarlos: "Sola no. Tengo una familia que me espera con los ojitos brillantes".

Y así, entre lana y maullidos, la niebla de la sierra acunaba a una madre que encontró en cinco pequeños bigotes el calor que el mundo le había robado.

"Si tu hijo está cerca, míralo. Míralo como si fuera la última vez. Porque un día, sin querer, tú serás el monstruo que ...
11/04/2025

"Si tu hijo está cerca, míralo. Míralo como si fuera la última vez. Porque un día, sin querer, tú serás el monstruo que le gritó… y el vacío que no te deja pedir perdón."

Corría con sus botitas de hule, las que tenían parches de flores, hacia el borde del camino. "¡Papá, mira la mariposa!", gritó. Y yo… yo estaba ocupado arreglando la cerca. "¡Sofía, espérate!", le gruñí. Pero no me miró. Nunca más me miró.
El camión pasó como un trueno.
Y su cuerpo… Dios, su cuerpecito… quedó hecho pedazos entre el lodo y las llantas.

Ahora tengo las manos llenas de cicatrices. Me las hago cavando la tierra donde solía sembrar maíz, buscando algo, algo que se parezca a su risa. Pero solo encuentro raíces podridas. Como yo.

La extraño hasta en el dolor. En las travesuras que ya no rompen el silencio. Aquella vez que pintó las paredes de la casa con betabel, y yo le grité hasta hacerla llorar. "¡Eres un desastre!", le dije. Ahora lamería cada mancha roja con tal de oírla llamarme "Papá" otra vez.

Y cuando rompió mi machete jugando a ser guerrera… ¿Por qué la zarandeé? ¿Por qué le juré que "no eras hija mía"? Sus ojos se llenaron de miedo, y yo… yo no la abracé. Ahora duermo abrazado a ese machete oxidado, maldiciendo cada cicatriz en su mango. Eran tus manos, Sofía. Tus manitas las que lo sostuvieron.

El celular… el ma***to celular.
Lo tiró al pozo porque "quería ver cómo nadaba". Le di un grito que hizo callar hasta a los grillos. Ella tembló. Yo la hice temblar. Ahora paso las noches sacando agua a baldes, buscando ese teléfono, como si su voz pudiera emerger del fondo. Pero solo escucho el eco de mi propia ira.

Y la culpa…
La culpa me está comiendo vivo. Cada vez que cierro los ojos, veo el camión. Veo mis gritos empujándola hacia las llantas. Yo la enseñé a correr lejos de mí.

Rezo de rodillas, arañando la tierra hasta sangrar: "¡Mátame a mí, no a ella! ¡Devuélvemela aunque sea un segundo!". Pero Dios no negocia. Sofía está bajo tres palmos de tierra, junto a su muñeca de trapo. Y yo aquí, pudriéndome en vida, regando su tumba con lágrimas que nunca derramé por sus travesuras.

No como. No bebo.
Mastico rabia y escupo fantasmas. Ayer encontré su vaso favorito, el de los ositos, y lo estrellé contra la pared. ¿Por qué sobrevivió el vaso y ella no? Ahora recojo los pedazos uno a uno, cortándome las palmas, como si el castigo merecido fuera este.

¿Sabes qué es el in****no?
Es verla en cada sombra. Es despertar gritando su nombre y que te responda el viento. Es morder tu puño hasta saborear sangre, porque el dolor físico es lo único que no habla de ella.

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