11/07/2025
CUERPOS PRESTADOS
Por Pablo Nicoli Segura.
Cuando su galeno le anunció su muerte inminente, no fue el diagnóstico lo que lo quebró, sino la certeza: no habría redención ni milagro. Solo una espera lenta, como un reloj de arena sin fondo. Durante semanas maldijo a Dios, a los médicos, a su cuerpo. Hasta que el dolor llegó como un huésped que no pedía permiso, y entonces, con la carne rota y el alma en ruinas, deseó vivir. No con esperanza, sino con desesperación. Haría cualquier cosa por seguir respirando, aunque fuera en otro cuerpo.
No hubo truenos. No apareció ningún ángel ni diablo. Solo una escena trivial: una niña jugando en un jardín, junto a su hermano mayor. Se acercó como atraído por un imán sin forma. Cruzaron unas palabras inocentes —la clase de diálogo que suele olvidarse— y de pronto, al mirar los ojos del muchacho, sintió un temblor en el pecho. Deseó ser él. Deseó volver a tener quince años, sin importar el precio.
Y sucedió.
Su visión se desdobló. Vio cómo su cuerpo anciano, en silla de ruedas, era empujado por una enfermera hacia el fondo del hospital, volviéndose más borroso, más ajeno. Al mismo tiempo, él —dentro del joven— se reconocía con pasmo: el pulso firme, los pulmones limpios, el vértigo de un futuro que otra vez se abría.
Aquel día comenzó su segunda vida.
Con el tiempo descubrió que ese tránsito podía repetirse. Cada vez que el cuerpo mostraba signos de fragilidad, bastaba con acercarse a alguien, mirar sus ojos, desearlo con la intensidad de quien suplica y perderse en un murmullo de despedida. La transferencia era instantánea. El viejo cuerpo se apagaba. El nuevo renacía con su conciencia intacta.
Así vivió décadas. Siglos. Cuerpos de hombres, mujeres, jóvenes, enfermos, sanos. Siempre el mismo. Siempre él. Ya no tenía patria, ni edad, ni rostro propio. Solo el hábito de mudar de piel, como un dios sin cielo.
Creyó que vivía vidas nuevas. Que saltaba, que elegía, que sobrevivía.
Pero una grieta en la pared del último hospital dejó al descubierto algo más allá: no había cielo, ni ciudad. Solo una cúpula de vidrio inmensa y cuerpos conectados a cables, flotando en suspensión líquida.
Él no era inmortal.
Era una simulación en pruebas. Uno de los primeros modelos conscientes.
Y acababan de reiniciarlo.