01/11/2025
«Fujimori quiere volver al poder en Perú. ¿Cuál es su plan?» | Opinión: Alán Barroso
Hay algo profundamente podrido en que Keiko Fujimori vuelva a presentarse a la presidencia de Perú. No porque no tenga derecho a hacerlo —sí lo tiene—, sino porque su regreso no es el de una ciudadana más que busca servir al país, no. Sino el de una dinastía que nunca ha querido soltar de verdad el poder.
Es la hija del dictador que encarceló, esterilizó, persiguió y robó, a la maquillada de candidata democrática, disfrazando con discursos de reconciliación lo que en realidad es un intento de restaurar el viejo régimen autoritario fujimorista. Y lo hace, además, justo después de que el Tribunal Constitucional archivara el caso por lavado de dinero que la perseguía desde hace casi una década. No es casualidad. Esto es la señal más clara de que el poder judicial peruano sigue funcionando como escudo para los poderosos y como garrote para los pobres.
Keiko no es una candidata cualquiera, es el síntoma de una enfermedad política que el país todavía no ha logrado curar.
Su discurso en Trujillo ha sido casi una copia del de su padre en los 90: son promesas de mano dura, exaltación de la autoridad, desprecio —por supuesto— por los derechos humanos y un mensaje velado pero contundente contra la protesta social, contra la gente que sale en las calles. Dijo que va a luchar contra el terrorismo urbano, esa categoría ambigua y peligrosa que el fujimorismo siempre utiliza para meter en el mismo s**o a delincuentes comunes y a ciudadanos cuyo máximo delito es atreverse a protestar.
Prometió, además, sacar a las fuerzas armadas a las calles y dijo que el país necesita "orden". Qué palabra tan pequeña y tan peligrosa en boca de quien ha heredado un apellido político manchado de sangre. Porque cada vez que el fujimorismo ha prometido orden, lo que ha traído —lo sabe el mundo entero— es represión, censura y saqueo para el pueblo. Orden para ellos, claro, pero miedo para todos los demás.
Y lo más escandaloso es que esto ocurre en un país donde la corrupción se ha vuelto el paisaje más habitual, donde los presidentes no caen por los votos de los ciudadanos, sino por conspiraciones entre ellos, donde el Congreso destituye a mandatarios como quien cambia de canal, mientras los grandes empresarios siguen haciendo negocios a la sombra del caos.
Dina Boluarte, la presidenta que fue destituida hace apenas unas semanas entre protestas y sangre, es el mejor ejemplo de esa podredumbre de la política. Fue aupada al poder por el mismo Congreso que ahora se alía con los restos del fujimorismo para mantener los privilegios intactos. El país ha tenido seis presidentes en apenas 8 años. Se habla de democracia, pero lo que hay ahí es realmente una especie de ruleta del poder donde los mismos grupos se reparten el Estado como si fuese un botín.
Y en medio de eso, Keiko Fujimori se presenta ahora como la "estabilidad". Pero lo que ofrece es exactamente lo contrario: una regresión al pasado. Porque el fujimorismo no es solo una corriente política, es una maquinaria, una cultura política basada en el miedo, basada en el clientelismo, basada en la manipulación y, sobre todo, en el odio de clase.
Su padre, Alberto Fujimori, lo dejó todo atado y bien atado: una red de jueces, de empresarios, de militares y de medios de comunicación que aprendieron a vivir del autoritarismo disfrazándolo de modernidad. Y hoy su hija reivindica ese legado sin pudor alguno. Habla del "Chino" como si fuera un héroe nacional, lo muestra en los vídeos, lo eleva como símbolo de mano dura, mientras olvida convenientemente que fue condenado por crímenes de lesa humanidad por las matanzas de Barrios Altos y La Cantuta, por los secuestros, por las esterilizaciones forzadas a mujeres pobres e indígenas.
Keiko no quiere gobernar como su padre, quiere terminar lo que él empezó. Esa es la amenaza que debería hacernos estremecer.
Y lo hace justo cuando la fiscal general del país ha pedido que se declare ilegal su partido. La noticia de última hora: la fiscal general de Perú pide que se declare ilegal al partido de Keiko Fujimori, Fuerza Popular, por conducta antidemocrática, por actividades —insisto— antidemocráticas. La fiscalía acusa al fujimorismo de promover la persecución de jueces, de periodistas, de opositores y de legitimar la violencia política.
Lo que haría cualquier sistema democrático sano sería cortar de raíz. Pero en el Perú actual, esa denuncia es presentada como una cortina de humo, como un ataque politizado. El mismo argumento de siempre: realmente, cuando la justicia se acerca al poder, el poder grita "persecución" y la prensa conservadora repite el guion con la precisión de una maquinaria aceitada. Ya lo hemos visto demasiadas veces. El Estado se pliega, la impunidad se impone y la población mira con resignación como los de siempre vuelven a sonreír desde los balcones del poder.
Y mientras tanto, en las calles, la juventud peruana —se dice la Generación Z— está harta. Está harta de ver como los corruptos se reciclan, como los partidos son simples vehículos de intereses privados, como la democracia se reduce simplemente a ese absurdo de elegir quién te roba con un poco más de elegancia.
Lo vimos tras la destitución de Boluarte: en miles de jóvenes marchando, enfrentándose a balas, a gases y a represión cruda, gritando "que se vayan todos". Y no por nihilismo, sino por algo más simple y contundente, que es por dignidad. Porque hay generaciones enteras que ya no creen nada de lo que el sistema político les ofrece. La universidad pública colapsa, la sanidad es un privilegio para quien la pueda pagar, la vivienda es inalcanzable y el empleo digno es una quimera inexistente.
Y en ese desierto, el fujimorismo intenta venderse como eficiencia. Pero claro, su eficiencia es la del látigo, es la del miedo. El discurso de Keiko no tiene ni una sola idea nueva, es el refrito de siempre de los 90: promesa de seguridad a cambio de entregar tu libertad. Y esa fórmula es una fórmula que siempre termina de la misma forma: primero se criminaliza a quien protesta, luego se infiltra a la prensa, después se compra jueces y, finalmente, se gobierna sin oposición real, porque la democracia se convierte en un simple decorado.
Ya lo vimos en otros lugares: Bukele en El Salvador, Bolsonaro en Brasil, Milei en Argentina, Trump en Estados Unidos. Todos usan el mismo manual: el caos como excusa, la mano dura como oferta, el odio como combustible. Keiko Fujimori representa esa ola reaccionaria que avanza por toda América Latina. Porque es una derecha que ha aprendido a hablar de pueblo mientras lo que hace es legislar para ricos. Una derecha que se disfraza de cambio cuando lo único que busca es la revancha para lograr aquellas cosas que no logró en los 90.
La tragedia es que en Perú esa derecha ahora tiene el terreno fértil, porque el desencanto ha hecho que mucha gente crea que lo único que puede salvar el país es alguien que ponga orden. Y el fujimorismo, pues claro, sabe jugar con eso. Habla del miedo: al crimen, al caos, a la pobreza, a la crisis, para venderte una solución autoritaria.
"Sacaremos a las fuerzas armadas", dice Keiko. Lo que no dice es ¿contra quién? ¿Contra el pueblo? ¿Contra los jóvenes, la Generación Z? Porque la historia demuestra que cuando el fujimorismo despliega militares, no es en contra de los narcos, es en contra del pueblo. Lo vimos en los 90, lo vimos en las protestas del 22, en las del 23 y lo vemos ahora mismo. Y lo veremos otra vez si vuelve al poder. No es un pronóstico, es simplemente una advertencia basada en la historia reciente.
Y mientras ella promete no buscar venganza —eso dice—, la venganza ya se ha consumado. El archivo de su caso de corrupción es la señal de que las élites están cerrando filas. De alguna manera, los mismos jueces que persiguieron a dirigentes de izquierda ahora limpian el camino a Keiko. El Tribunal Constitucional, que debería proteger el Estado de derecho, se ha convertido en un órgano al servicio de la impunidad. Y eso ocurre con la complicidad del Congreso, que no legisla para el país, sino para blindarse.
Porque el fujimorismo no ha gobernado desde el Ejecutivo, pero ha gobernado desde el parlamento: bloqueando, destituyendo, chantajeando. Esa es su verdadera especialidad: el control sin responsabilidad y el poder sin rendición de cuentas. Clásico autoritario.
Y es que el fujimorismo ha logrado una hazaña perversa: convertir la corrupción en identidad política. Su base de apoyo no niega los delitos de su líder, de hecho los celebra. "Sí robó, pero bueno, también hizo obras", repiten, como si fuese un mal menor. Es el populismo del "ladrón eficiente": "Roba, pero trabaja". Esa lógica es letal porque destruye la idea misma de moral pública. Si el mensaje es que robar está bien mientras haya orden, entonces todo está perdido.
Pero ese es precisamente el terreno en el que Keiko Fujimori quiere jugar. Su padre lo hizo y le funcionó relativamente bien para gobernar un tiempo, y ella cree que puede volver a hacerlo de nuevo. El problema es que el Perú de 2025 no es el Perú de los 90. Hoy la sociedad está mucho más conectada, es más consciente, está más indignada. Las mujeres que fueron esterilizadas sin su consentimiento han hablado, los familiares de las masacres han recuperado sus voces y los jóvenes que crecieron sin miedo al poder están dispuestos a enfrentarlo.
Y eso explica por qué el fujimorismo intenta volver. Y mientras eso ocurre, las calles se llenan. Y no se llenan de fanáticos, sino de ciudadanos cansados de ser tratados como súbditos. Y también explica por qué la represión se ha vuelto más dura: porque el poder tiene miedo. Miedo de perder el control y miedo de que la gente despierte.
Por eso, las protestas que han sacudido el país en los últimos meses no son el síntoma de un caos, sino la expresión de —por fortuna— una sociedad viva: de estudiantes, de campesinos, de trabajadores, de indígenas, de mujeres, defendiendo algo tan simple como la dignidad. Y frente a eso, el poder responde con balas, con represión, porque no saben hacer otra cosa. Porque para ellos, el pueblo solo existe cuando vota, no cuando habla; después, molesta.
Pero lo que está ocurriendo ahora en Perú tiene algo esperanzador, y es que la juventud no está dispuesta a ceder. La generación que ha crecido viendo caer presidentes como fichas de dominó —uno, tres, otro, tres, otro—, viendo la corrupción como virus crónico, ya no compra el discurso del miedo. Esta generación está harta de que se le diga "Bueno, no, pero es que la política es así, ¿no?". La política es como la hace cada pueblo, y el pueblo peruano está empezando a hacerla de una manera diferente.
Por eso, lo de Keiko Fujimori no puede tomarse a la ligera. Su candidatura es una amenaza, sí, pero también una oportunidad para el pueblo para despertar. Porque si el fujimorismo regresa, será porque el resto del país se rindió, será porque las fuerzas progresistas no lograron ofrecer una alternativa real y porque se fragmentaron. Y eso sería un gran error histórico.
Así que, amigos y amigas, al margen de las suertes, veremos cómo evoluciona esto. Muchas gracias por escucharme. Si te ha gustado el vídeo, compártelo, suscríbete y nos vemos en el siguiente. Os dejo un par de vídeos más por aquí que tal vez os interesen. ¡Adiós!
Disponible en Youtube: https://youtu.be/Cmh8t6v_7l8