29/05/2025
"Donde duerme la ternura rota"
La ciudad despierta todos los días con pasos apurados, motores impacientes y miradas que esquivan. Entre esas calles apretadas de Cusco, donde las historias suelen pasar de largo, surgió un vínculo que no pedía nada: solo existir.
Ella vino de lejos, del otro lado del mundo. Hannah, una mujer inglesa de treinta y dos años, llegó como turista... y se quedó como náufraga. Un robo la despojó de documentos y dinero, y entonces la ciudad la tragó con la misma indiferencia con la que devora a tantos.
Sin embargo, incluso en la calle —ese suelo frío donde el mundo se olvida de mirar hacia abajo—, algo cálido puede florecer.
Fue bajo el puente Belén, en la avenida El Ejército, donde se cruzó con él: un anciano que no hablaba mucho, que arrastraba más años que pertenencias, y que parecía ya no esperar nada. No compartían idioma, pero sí hambre, sombra y abandono. Se miraron como se miran quienes ya no tienen nada que esconder. Y desde entonces, estuvieron juntos.
Ella le daba comida. Él le daba su presencia. Ella le cubría con una manta. Él le sostenía la mirada. Ella le ofrecía cuidado. Él, un silencio lleno de gratitud.
En esa esquina rota por el tráfico y el desdén, levantaron un hogar sin paredes: una carpa de afecto tejida con gestos sencillos. Algunos los miraban con curiosidad, otros con desprecio. Pero ellos, en su pequeño universo de dos, se hacían compañía. Eso era todo. Y eso, también, era mucho.
Hasta que un día, los vieron como estorbo.
Comerciantes y vecinos reclamaron su presencia. No querían miseria en su paisaje. Así que los echaron. Con gritos. Con amenazas. Con fuego. Quemaron sus cosas. Separaron sus cuerpos.
A él lo subieron a una camioneta, lo llevaron lejos. A ella la dejaron llorando entre restos quemados. Sin idioma. Sin alguien que la escuche.
Él fue trasladado de sitio en sitio, como quien no encuentra su lugar ni siquiera para morir. Al final, llegó al Centro Gerontológico de Recoleta. Ahí durmió su primera noche bajo un techo formal. Y también fue la última.
Murió en silencio. Sin nombre. Sin la única persona que lo miraba como alguien. Murió lejos de su amiga. De su cuidadora. Murió como mueren muchos: sin que nadie pregunte cómo se llamaba.
En una ciudad con miles de balcones, no hubo uno que lo acogiera. En un país con miles de discursos sobre humanidad, no hubo uno que los protegiera.
Esa historia que había nacido como una ternura improbable, terminó rota por la costumbre más cruel de todas: la indiferencia.
Y mientras la ciudad sigue andando, apresurada y ajena, bajo algún rincón húmedo, tal vez aún duerme el eco de esa ternura rota. Esperando que alguien, al menos esta vez, no mire hacia otro lado.