21/10/2025
📌 | LOS RAYAN PI***LA: UN PUEBLO QUE VENCIÓ SIN DISPARAR
Por el año de 1895, el Perú aún caminaba entre heridas abiertas y pasiones políticas que se encendían con la facilidad de una chispa en pasto seco. El país arrastraba una pesada herencia de conflictos civiles, caudillismos y resentimientos que venían desde las guerras de independencia y las luchas por el poder del siglo XIX. Cada cambio de gobierno era una nueva batalla, no en el sentido figurado, sino literal: con fusiles, caballos, montoneros y pueblos que, sin quererlo, se veían arrastrados al caos.
La patria no terminaba de encontrar el sosiego; la república, joven todavía, no lograba consolidar su identidad. En Lima, los discursos se inflamaban; en los pueblos, los hombres se armaban. Los caceristas —seguidores del general Andrés Avelino Cáceres, héroe de la Campaña de la Breña— y los pierolistas —partidarios del carismático Nicolás de Piérola— se disputaban la presidencia y con ella, el control del país. Aquella rivalidad política, más que una diferencia de ideas, era una pugna de personalidades y ambiciones. Ambos representaban visiones distintas del Perú, pero ambos compartían una misma costumbre: hacer de la política un campo de batalla.
Los periódicos de Lima hablaban de enfrentamientos en el norte y saqueos en el sur. Las cartas, que llegaban con semanas de retraso, traían noticias fragmentadas, rumores de victorias y derrotas, de generales caídos y pueblos incendiados. En los caminos andinos, el miedo viajaba más rápido que los mensajeros.
En las provincias, la gente ya estaba acostumbrada a vivir con el sobresalto de las armas. Cada tanto, una columna de hombres armados cruzaba los pueblos exigiendo alimento, caballos o dinero “para la causa”. A veces eran caceristas, otras pierolistas; pero, para el campesino común, poco importaba el color del bando. Lo único que sabían era que cada paso de soldados dejaba tras de sí casas vacías, puertas cerradas y corazones inquietos.
Piscobamba, una villa enclavada en el corazón de Áncash, no fue ajena a aquel conflicto. Situada entre montañas que parecían eternas, vivía en paz hasta que la guerra tocó a sus puertas. Sus calles empedradas, donde antes solo se escuchaba el rumor de las acequias y el canto de las mujeres moliendo maíz, comenzaron a sentir el temblor de los cascos y el ruido de los tambores.
El rumor de la guerra bajó desde las alturas con un eco que ponía la piel de gallina: el eco de botas, fusiles y consignas gritadas al viento. Los arrieros, que venían desde Pomabamba o Sihuas, traían las primeras noticias:
—Los montoneros de Piérola han pasado por Huaraz... dicen que van rumbo al Callejón de Conchucos.
Y esa sola frase bastaba para sembrar el miedo.
La noticia se regaba por las esquinas, de boca en boca, como fuego entre ichu seco. Las mujeres guardaban los alimentos bajo tierra, los hombres escondían sus animales en los cerros, y los niños observaban con asombro la prisa y el nerviosismo de los mayores.
—¡Dicen que los pierolistas vienen pidiendo plata y comida! —susurraban las personas mayores en la plaza, mientras miraban hacia el camino polvoriento.
—Y si uno se niega, ¡le quitan todo! —respondía otra, persignándose con temblor en la mano.
En medio de esa tensión, el aire mismo parecía distinto. Olía a incertidumbre, a miedo contenido, a presagio. Las noches eran silenciosas, demasiado. Solo se escuchaba el ladrido lejano de los perros y el viento que golpeaba las tejas de las casas de adobe.
De pronto, un día cualquiera, el sonido lejano de cascos rompió el silencio.
Tac, tac, tac... retumbaban los caballos sobre la tierra seca. Las familias se miraban unas a otras, sabiendo lo que significaba.
Algunos niños, curiosos y sin entender el peligro, se asomaban por las rendijas de las puertas:
—Mamá, ¿quiénes son esos hombres con sombreros anchos y fusiles en la espalda? —preguntaban con voz inocente.
—Hijo, son montoneros... y mejor que no te vean —respondía la madre, cerrando la puerta con apuro y echando el cerrojo.
Detrás de las ventanas, los ojos del pueblo observaban con miedo cómo los recién llegados cruzaban la plaza. Eran hombres de mirada dura, curtidos por el sol, armados con carabinas viejas y machetes. Algunos llevaban en el sombrero una cinta roja; otros, una mirada que bastaba para callar a cualquiera.
Aquel día, Piscobamba dejó de ser solo un apacible rincón andino. La historia —esa que no avisa, esa que se impone a golpe de caballo— había llegado, trayendo consigo el ruido de la pólvora y el sabor amargo de la guerra.
Y mientras los montoneros se adentraban por las calles empedradas, el pueblo comprendía, una vez más, que en el Perú de entonces, la paz era apenas un suspiro entre dos revoluciones.
LOS MONTONEROS LLEGAN A PISCOBAMBA
Cuando las tropas pierolistas llegaron a Piscobamba, el miedo se volvió carne y hueso, y la calma de aquel valle andino se deshizo como el humo de una vela. Nadie sabía con certeza cuántos eran, ni de dónde venían exactamente, pero bastó ver las primeras figuras descender desde el camino polvoriento del norte para que el corazón del pueblo comenzara a latir con fuerza. Eran los llamados montoneros, hombres de armas improvisadas y miradas recias, que se movían al ritmo de la guerra y del oportunismo.
Se hacían llamar soldados del pueblo, seguidores del caudillo Nicolás de Piérola, pero en los hechos su presencia traía más desorden que causa. Iban de villa en villa, imponiendo su autoridad con el peso de los fusiles y el miedo. Llegaban anunciándose con disparos al aire y gritos de victoria. Pedían comida, mulas, mujeres o dinero “para la causa” —esa causa que nadie en los pueblos terminaba de comprender del todo, pero que todos pagaban con resignación o terror.
Aquel mediodía, cuando el sol se alzaba alto sobre las tejas de barro, las primeras columnas pierolistas cruzaron el puente de piedra y entraron en Piscobamba. El eco de sus botas resonó en las callejuelas empedradas. Iban mal vestidos, algunos con ponchos andrajosos, otros con uniformes desiguales y viejos sombreros de ala ancha. Llevaban las carabinas al hombro y en los ojos un brillo que mezclaba hambre, fatiga y desconfianza.
—¡Por orden del General Piérola! —gritó el que parecía ser el jefe, un hombre fornido, de barba tupida y voz ronca—. Este pueblo debe colaborar con la causa patriótica. Nadie se resista.
Las puertas se cerraron de golpe. Las madres escondieron a sus hijos. Los hombres, que horas antes conversaban tranquilos en la plaza, desaparecieron de la vista. Solo algunos curiosos se asomaron tras las cortinas, espiando el desfile temeroso de los montoneros.
En medio de la confusión, hubo quienes decidieron apoyar a los recién llegados, ya sea por convicción o por conveniencia. Algunos vecinos simpatizantes de Piérola —quizá movidos por la idea de que su bando triunfaría— ofrecieron alojamiento y comida. Uno de ellos cedió una gran casona contigua a la casa principal del pueblo: una mansión antigua de muros anchos, portón de madera oscura y corredores de piedra, que aún guardaba el eco de tiempos coloniales.
Esa casa, según decían los ancianos, había sido construida sobre los restos de los aposentos de los Curacas, antiguos señores nativos de la región. Las actas más viejas de Piscobamba hablaban de ellos, de su linaje y su poder antes de la llegada de los españoles. Los montoneros, sin saberlo, se instalaban sobre cimientos históricos, en un lugar que alguna vez fue símbolo de respeto y mando.
Los recién llegados no tardaron en transformar aquella vivienda en una fortaleza de guerra. Con hachas y cuchillos comenzaron a horadar las gruesas paredes de adobe y piedra. Hicieron agujeros amplios, a la altura de los hombros, para asomar sus carabinas y fusiles. Desde allí, sus tiradores vigilarían el pueblo como francotiradores, listos para repeler cualquier intento de ataque cacerista.
Durante días, el sonido de los golpes retumbó en el interior de la casa. El eco metálico de las herramientas se mezclaba con las órdenes gritadas en tono militar:
—¡Más arriba, carajo, que el disparo no salga bajo!
—¡No dejen espacios mu***os, ni flancos sin cubrir!
Por las noches, el resplandor de las fogatas iluminaba las sombras de los hombres que se turnaban la guardia. Algunos dormían en el suelo, abrazados a sus armas. Otros bebían aguardiente y cantaban coplas improvisadas sobre la revolución y la gloria de Piérola. Pero lo cierto es que, bajo esa apariencia de bravura, todos temían lo mismo: un contraataque.
—Dicen que los caceristas están cerca —murmuró uno, con voz baja.
—Bah, puro cuento. Nadie se atrevería a subir por estas quebradas —respondió otro, aunque en su mirada había más duda que certeza.
El pueblo, mientras tanto, vivía en un silencio que dolía. Las calles quedaron vacías; los negocios, cerrados. Solo se oía el repiqueteo del ma****lo de un herrero o el balido de algún animal que se había escapado de los corrales abandonados. Las familias que no simpatizaban con los pierolistas huyeron hacia los cerros cercanos o se escondieron entre los maizales, llevando consigo apenas unas mantas, un poco de maíz y el miedo de ser descubiertos.
Los ancianos del lugar recordaban, décadas después, cómo las noches se volvían un tormento. Desde los cerros se veía el resplandor de las antorchas en la casa fortificada y el sonido del metal al chocar contra las piedras. “Parecía —decían ellos— que los diablos se habían apoderado de la mansión”.
Pasaron los días, y los agujeros abiertos en los muros se convirtieron en símbolo de aquel tiempo. Desde allí, los fusileros asomaban sus armas, atentos a cualquier movimiento. El pueblo entero estaba bajo su mirada invisible. Y aunque nadie se atrevía a enfrentarlos, todos esperaban con ansiedad que algo o alguien los hiciera marcharse.
Años después, ya en tiempos de calma, esos mismos agujeros seguían visibles, como cicatrices en la piel del adobe. Los ancianos los mostraban a los forasteros con cierto orgullo y un dejo de nostalgia:
—Mira —decían señalando los muros—, por ahí asomaban los pierolistas sus carabinas, esperando al enemigo que nunca llegó.
La villa, dividida entre simpatías y temores, guardaba la respiración. Piscobamba estaba atrapada entre la obediencia y la esperanza, entre el miedo al fusil y la fe en que el destino, de algún modo, volvería a darle la razón al pueblo.
El miedo andaba suelto, pero también el ingenio. Porque incluso en las horas más oscuras, siempre hay alguien que piensa distinto, alguien que no se resigna a vivir con las botas del invasor pisando su tierra. Y en Piscobamba, ese alguien no tardaría en aparecer.
DON MANUEL DURAND Y LA IDEA DE UNA TRAMPA INGENIOSA
Entre los piscobambinos que no simpatizaban con Piérola había un hombre que no acostumbraba a quedarse mirando pasar el peligro: don Manuel Durand. De figura recia, bigote espeso que le daba un aire de coronel sin placa, manos fuertes de quien ha labrado la tierra y ojos pequeños que se movían con rapidez, Manuel era el tipo de hombre que resolvía los problemas como quien arregla un cerco: con método, sin estridencias. La gente lo respetaba no tanto por su bravura —que también la tenía— sino por la inventiva; sabía armar soluciones con poco, como el campesino que convierte una media rota en una bolsa para guardar semillas.
Cuando la casona se llenó de montoneros y los rumores de saqueo se hicieron cotidianos, Manuel se sintió responsable. No porque fuera un capitán o un héroe de epopeya, sino porque le ardía dentro la idea de que su pueblo no debía arrodillarse ante el abuso. Llamó a su hermano Fortunato, hombre más prudente y menos dado a las empresas audaces, y le habló sin vueltas:
—Esto no puede seguir así —dijo, la voz dura pero sin odio—. Si no nos defendemos, nos van a dejar sin nada.
Fortunato, con la duda pintada en el rostro, lo miró con cautela:
—¿Y cómo piensas hacerlo, Manuel? No tenemos armas suficientes, y si nos enfrentamos a ellos a la vista, nos hacen pedazos.
Manuel sonrió como quien tiene una carta oculta. No era una sonrisa de vanidad sino de quien ha visto el truco en una obra de magia. —No necesitamos balas para vencerlos, solo talento —replicó con picardía—. Anda a la hacienda de Pumpa. Tráete a todos los peones que puedas. Y busca ramas de saúco… las buenas, las rectas, las que al sol parecen fusiles.
Fortunato partió hacia Pumpa con esa mezcla de incredulidad y lealtad que sólo un hermano puede tener. Volvió al cabo de dos días con un grupo de peones enjutos, brazos curtidos de pala y azadón, caras con el brillo de quien trabaja al aire libre. Traían además lo que Manuel había pedido: ramas de saúco, algunas con corteza aún fresca, otras ya curadas al sol. Parecían, desde la distancia, fusiles mal ensamblados; de cerca, olían a campo y a lluvia vieja.
Esa tarde, cuando el sol comenzó a estirarse y las sombras se alargaron sobre los andenes, don Manuel reunió a los suyos en la loma de atrás, donde el viento trae historias de otras guerras. Allí no hubo arengas grandilocuentes; Manuel habló como quien comparte un plan de arreo: claro, breve y práctico.
—Escuchen, muchachos —dijo—. Esta noche no pelearemos con balas, sino con el miedo. Ustedes van a parecer soldados, aunque tengan palos por fusiles. Ustedes se van a mover, a formar, a tocar tambores, a hacer ruido con cajas y pincullos. Que el enemigo crea que somos más de lo que somos.
Hubo un murmullo de sorpresa. Algunos se rieron nerviosos; otros fruncieron el ceño, pensando en la ridiculez de presentarse ante los montoneros con palos. Uno de los peones, un tal Hilario, rascándose la cabeza y con la honestidad del que habla sin dobleces, preguntó:
—¿Y si nos descubren, patrón?
Manuel lo miró con ternura áspera y respondió sin vacilar:
—Entonces corremos más rápido que ellos. Y si hay que pelear, peleamos. Pero primero, que les entre el miedo; muchas veces el miedo gana batallas por nosotros.
La preparación fue detallista. No bastaba con tener palos que asemejaran fusiles: había que cuidar la postura, el manejo, el rumor que produce una columna que marcha. Los peones practicaron a contraluz para que el cuerpo confundiera la forma; aprendieron a alzar los “fusiles” al hombro, a marchar con paso firme, a imitar el relumbre del metal frotando las ramas con arena y aceite para que brillaran. Los más jóvenes aprendieron a tocar cajas y a manejar pincullos improvisados, mientras los más viejos ensayaban el golpe seco de los chicotes que luego harían crujir el aire.
Don Manuel, meticuloso, dividió el plan en pequeños detalles: quién iría a cada cerro (Chontajirca, Tucuhuaganan, Huaychujirca y Alto Perú), cuántos hombres en cada puesto, cuándo encender las fogatas para crear la ilusión de más campamentos, y quién haría las señales con silbatos y mantas. Enseñó además a los suyos a controlar la respiración, a mantener el silencio hasta el momento justo, a lanzar un grito que parecía la orden de un batallón. Les habló de sombras, de distancias y de cómo el sol, si se usa bien, puede convertir una rama en un cañón.
Hubo ensayos al atardecer, con la tierra fría bajo las suelas, y risas contenidas cuando alguien tropezaba con su propio palo. Más de una vez la ridiculez del truco hizo dudar a los participantes, pero Manuel no dejó que la duda creciera: aquel era un ejército de ingenio, no de vanidad. Cuando oscurecía, se retiraban en silencio, dejando que la noche tragara sus prácticas y que el pueblo solo viera en la loma unas sombras que, sin saberlo, aprendían a ser muchas.
En las casas, algunas mujeres observaban con asombro y miedo la novedad de la preparación. Varias bordaban pañuelos que servirían como señales; otras cocían mantas adicionales para que pareciera que el campamento era grande. Los niños, que miraban desde las puertas entreabiertas, repetían los movimientos con ramas pequeñas como si jugaran a la guerra. Y así, con paciencia y ternura, el plan fue tomando forma: no era heroísmo exagerado, sino la inteligencia práctica de quien sabe que a veces la supervivencia se gana con astucia y trabajo colectivo.
Esa noche, antes de que el sol se apagara del todo, don Manuel observó a sus hombres y sintió la mezcla de temor y orgullo que acompaña a todo quien toma la decisión de proteger a su gente. No era seguro que el plan funcionara; nadie podía prometerlo. Pero había una cosa que sí se podía asegurar: su pueblo estaba dispuesto a no entregar su destino sin intentar todo lo posible. Con esa convicción, la trampa quedó lista: la batalla sería de sombras, tambores y reflejos, y de la esperanza de que la imaginación pudiera más que la pólvora.
EL ENGAÑO DEL SOL Y LOS CERROS
Aquella mañana, el cielo amaneció despejado y el sol caía con una intensidad que solo se conoce en los Andes cuando la altura y la sequedad hacen del aire un espejo ardiente. Don Manuel Durand sabía que ese detalle natural era su mejor aliado. Había calculado la hora exacta en que la luz se reflejaría sobre las lomas y encandilaría la vista de cualquiera que mirara desde la distancia. No necesitaba cañones ni pólvora: solo el brillo del sol y el miedo ajeno.
Con precisión casi militar, distribuyó a sus hombres en los cuatro cerros que abrazan el valle de Piscobamba: Chontajirca, Tucuhuaganan, Huaychujirca y Alto Perú. Desde esos puntos, los campesinos parecían pequeñas sombras agitadas por el viento, pero a medida que el sol ascendía, los palos de saúco —frotados con grasa de carnero para darles lustre— relucían como si fueran fusiles aceitados y recién salidos de un arsenal. Desde lejos, el efecto era sorprendente: cientos de destellos metálicos se movían con ritmo y orden, como si un ejército entero estuviera desplegándose entre las quebradas.
Manuel había dispuesto cada detalle con astucia. Había ordenado que los hombres se movieran en pequeños grupos, haciendo pausas, levantando polvo con sus pasos y cambiando constantemente de posición, para que el enemigo creyera que las tropas eran más numerosas de lo que realmente eran. En el centro del valle, el calor del suelo provocaba resplandores que hacían ondear las siluetas; los reflejos del sol en los palos y machetes daban la ilusión de bayonetas caladas y uniformes relucientes. Las sombras proyectadas sobre la pampa hacían el resto: multiplicaban las figuras y confundían la vista.
Desde abajo, los montoneros pierolistas —apostados en el viejo caserón que usaban como fortaleza— no podían creer lo que veían. Las figuras se movían en formación, algunas avanzando en línea recta, otras desplegándose como si fueran flancos de infantería. Unos pocos hombres ondeaban machetes, lanzando destellos que cegaban momentáneamente, mientras otros agitaban espadas viejas o simples trozos de metal pulido. El sonido acompañaba la ilusión: las cajas y los pincullos retumbaban con un ritmo de guerra, profundo y constante, como si el mismísimo ejército del norte descendiera para recuperarlo todo.
—¡Ta-ta-tán, ta-ta-tán, ta-ta-ta-tán! —resonaban los tambores improvisados, hechos con cuero de carnero y atados con sogas de maguey.
El eco se multiplicaba en las quebradas, rebotando entre las piedras, haciéndose más grave, más amplio, más aterrador. A ratos se escuchaban los chasquidos de los chicotes, secos como truenos, que simulaban el estallido de fusiles. A ello se sumaban los gritos coordinados de los campesinos, que don Manuel había ensayado la noche anterior:
—¡Adelante, batallón de Pumpa!
—¡Resistan en Huaychujirca!
—¡Carguen, carajo, carguen!
Desde la distancia, todo parecía real. Las voces se alzaban en distintos puntos a la vez, provocando la sensación de que los montoneros estaban completamente cercados.
En la casona fortificada, los pierolistas se agolparon en las ventanas, tratando de entender lo que ocurría. Algunos, curtidos por la guerra, intentaban mantener la calma; otros, más supersticiosos, veían en aquella escena un castigo divino.
—¡Nos rodean! —gritó uno, con el rostro pálido.
—¡Son muchos! ¡Nos van a arrasar! —respondió otro, mientras cargaba su carabina con manos temblorosas.
—¡Retírense! ¡Hay refuerzos desde los cerros! —se oyó a lo lejos, y nadie supo quién lo dijo, pero bastó para desatar el pánico.
Los primeros disparos sonaron erráticos, secos, desesperados. Eran tiros al aire, más por nervios que por estrategia. Las balas se perdían entre las piedras, mientras el eco de los estampidos se mezclaba con los gritos de los campesinos y el repiqueteo de los tambores. A cada disparo respondía un chasquido de chicote, que aumentaba la confusión.
El aire olía a tierra caliente, a miedo y a sudor. Desde su posición, don Manuel observaba todo con una serenidad fingida. Sabía que en ese momento el corazón del enemigo estaba jugando su propia guerra interior: la del miedo contra la razón. A su lado, Fortunato apenas respiraba.
—¿Y si se dan cuenta, Manuel? —preguntó en voz baja.
—Si lo hacen, será tarde —respondió él sin apartar la vista—. El miedo ya los tiene por dentro.
Y tenía razón. Los pierolistas comenzaron a retroceder hacia el interior del caserón, convencidos de que los estaban rodeando. Algunos dejaron caer sus armas, otros desmontaron los caballos sin siquiera amarrarlos. El sonido de los cascos golpeando las piedras retumbó como una retirada en desorden. En el aire, el polvo se mezclaba con la luz del mediodía, envolviendo la escena en una neblina dorada.
Desde las lomas, los campesinos seguían gritando, repitiendo nombres inventados de supuestos batallones: “¡Compañía del Alto Perú!”, “¡Escuadra del Tucuhuaganan!”, “¡Cuerpo de Chontajirca!”. Cada voz añadía peso a la ilusión, hasta que el engaño se volvió verdad en la mente del enemigo.
Cuando el último tambor calló y el viento trajo de vuelta el silencio, Piscobamba había recuperado el aliento. Los montoneros se habían replegado, y el pueblo, sin haber disparado una sola bala, había ganado una batalla con pura inteligencia.
En los días siguientes, esa jornada se convirtió en leyenda. Algunos juraban que el mismo sol se había aliado con don Manuel para salvar al pueblo; otros decían que fue la Virgen quien deslumbró a los invasores. Pero los que estuvieron allí sabían la verdad: fue el ingenio de un hombre del pueblo, su fe en la astucia más que en la violencia, lo que convirtió ramas de saúco y tambores de cuero en las armas más poderosas de todas: las del miedo y la imaginación.
LA RETIRADA Y EL TRIUNFO DEL INGENIO PISCOBAMBINO
El momento decisivo llegó cuando el ruido de los tambores se hizo más intenso y las voces, multiplicadas por el eco de los cerros, sonaron como un ejército entero rugiendo desde todos los flancos. Los pierolistas, agotados por la tensión, sudorosos bajo el sol implacable, comenzaron a mirar hacia todas partes con desesperación. Nadie daba órdenes claras; los rostros curtidos de los montoneros mostraban más incertidumbre que coraje.
Uno de ellos, con la camisa abierta y el fusil temblando en las manos, se asomó por una de las rendijas del muro.
—¡Son cientos! —gritó, con la voz quebrada—. ¡Nos rodearon por completo!
—¡Imposible! —replicó su comandante, un hombre de barba descuidada y mirada tosca—. ¡No pueden ser tantos!
Pero cuando otro disparo resonó desde el valle, y el eco pareció multiplicarse en los cerros, la duda se transformó en terror.
El jefe pierolista intentó mantener la calma, pero el miedo ya había ganado terreno entre los suyos. Los caballos relinchaban inquietos, olfateando el nerviosismo de sus jinetes. Las sombras del atardecer comenzaban a estirarse sobre los muros del caserón, haciendo que cada bulto, cada reflejo en el horizonte pareciera un enemigo más.
—¡Retirada! ¡Antes de que nos acaben! —vociferó finalmente el comandante, cediendo al pánico que tanto había intentado contener.
Fue entonces cuando se desató el caos. Los montoneros comenzaron a desmontar a toda prisa, algunos tropezando entre sí, otros dejando atrás sus pertenencias, sus mantas, incluso sus armas. Los caballos, desbocados, alzaban una nube de polvo que cubrió el camino hacia las afueras del pueblo. Se escuchaban gritos, órdenes cruzadas, blasfemias y súplicas entre la confusión. El miedo había hecho su trabajo mejor que cualquier bala.
Desde los cerros, los campesinos observaban la retirada con incredulidad. Algunos comenzaron a reír, otros, aún incrédulos, siguieron tocando los tambores, marcando el compás de aquella victoria inesperada. Don Manuel, sereno, levantó la mano para indicar que detuvieran el ruido. El silencio se extendió como una marea sobre Piscobamba. Solo quedaba el eco de los cascos alejándose y el graznido de algún cuervo sobrevolando la antigua casona que, minutos atrás, había sido una fortaleza enemiga.
El pueblo, poco a poco, recobró el aliento. Desde las casas cerradas comenzaron a salir las mujeres, algunas aún con los niños en brazos, mirando con cautela hacia las calles. Los ancianos cruzaron las puertas de madera con paso lento, murmurando oraciones de agradecimiento. Los perros, que habían permanecido escondidos, salieron ladrando entre el polvo.
—¡Ya se fueron! —gritó un muchacho, corriendo hacia la plaza—. ¡Los montoneros se fueron!
Fue como si una corriente eléctrica recorriera el pueblo. Los vecinos salieron de sus escondites, las mujeres comenzaron a abrir las puertas de par en par, y los niños, riendo sin comprender del todo lo ocurrido, corrieron por las calles, levantando las faldas de las polleras de sus madres. Algunos hombres que habían permanecido ocultos en los corrales se acercaron al caserón abandonado, aún incrédulos de su suerte. Las ventanas horadadas seguían abiertas, pero los fusileros ya no estaban.
Don Manuel observaba todo desde lo alto del cerro Huaychujirca, con una mezcla de alivio y orgullo. Había apostado todo a su plan y, contra todo pronóstico, había funcionado. A su lado, Fortunato respiraba profundo, intentando asimilar lo que acababan de lograr.
—Hermano, parece que ganamos sin disparar una sola bala —dijo, sonriendo por primera vez en días.
Don Manuel lo miró con serenidad, mientras el viento agitaba su poncho.
—Así es, Fortunato —respondió—. A veces la mejor arma no está en las manos, sino en la cabeza.
Hizo una pausa, mirando el valle que comenzaba a teñirse de naranja por el crepúsculo.
—Y cuando la cabeza se usa con astucia —añadió—, ni el enemigo más armado puede vencerte.
Los hombres que habían participado en el engaño comenzaron a reunirse en la plaza. Algunos aún llevaban sus “fusiles” de saúco al hombro, como si fuesen armas de verdad. Uno de ellos, entre risas, exclamó:
—¡Carajo, patrón! Si esto lo ve Piérola, se rinde antes de llegar.
Las carcajadas resonaron en el aire, mezcladas con los últimos toques de tambor, ahora alegres, festivos, casi como una música de celebración.
Al caer la noche, Piscobamba volvió a encender sus fogones. El olor del maíz tostado y del mote hirviendo llenó las casas. Las mujeres trajeron chicha, y los hombres contaron una y otra vez la historia, adornándola con gestos heroicos, exagerando el número de enemigos, y riendo al recordar cómo habían huido los pierolistas.
Don Manuel, sin embargo, se mantuvo callado, contemplando el fuego. No buscaba gloria ni aplausos. Sabía que su mayor victoria había sido mantener a salvo a su gente, sin derramar una sola gota de sangre.
Aquella noche, mientras el pueblo dormía tranquilo por primera vez en semanas, el viento andino soplaba entre las montañas, llevando consigo una nueva historia. Una historia nacida del ingenio, la valentía y la picardía piscobambina.
Desde entonces, los vecinos comenzaron a llamarse con orgullo “rayan pistola”, en recuerdo de aquellos palos de saúco que parecieron fusiles, y de aquel día en que un pueblo entero ganó una guerra con pura imaginación.
REFLEXIÓN FINAL
Con el paso de los años, aquel episodio dejó de ser solo una anécdota de guerra para convertirse en una de las historias más queridas del alma piscobambina. Los ancianos la contaban junto al fuego, en esas noches frías de la sierra en que las estrellas parecen más cercanas, y el viento trae recuerdos antiguos. Entre mates de coca y braseros chispeantes, los viejos repetían una y otra vez cómo don Manuel Durand y sus hombres vencieron con pura inteligencia, sin disparar una sola bala, y cómo el miedo se volvió su mejor aliado.
—Dicen que los pierolistas corrieron como si el diablo los persiguiera —decía alguno, con una sonrisa que mezclaba picardía y orgullo—. Y todo por unos palos de saúco bien usados.
Los niños escuchaban con los ojos muy abiertos, imaginando el brillo del sol sobre los cerros, los tambores de guerra y el estruendo de los chicotes. Para ellos, aquel relato no era solo historia, sino una lección viva sobre el valor de la astucia y el amor a la tierra.
Fue así como nació, casi sin proponérselo, el apelativo que marcaría para siempre la identidad del pueblo: “Rayan Pistola.” Algunos forasteros al principio no entendían su significado, pero bastaba que un piscobambino lo explicara con orgullo para que todo cobrara sentido. “Rayan”, por el árbol de saúco que dio forma a las armas falsas; “pistola”, por la picardía y la valentía de un pueblo que, sin tener pólvora ni cañones, supo defender su honor con ingenio.
Lejos de ser un apodo, “Rayan Pistola” se transformó en un título de nobleza popular, un símbolo de coraje serrano y de creatividad ante la adversidad. Era la prueba viva de que el valor no siempre se mide en balas ni en músculos, sino en la capacidad de pensar distinto cuando todo parece perdido. En los ojos de los piscobambinos, esa historia recordaba que el ingenio, cuando nace del amor por la tierra, puede ser tan poderoso como el acero.
Hoy, al recorrer las viejas calles empedradas de Piscobamba, donde aún se conservan las casonas de adobe y los balcones de madera carcomida, se siente el peso de esa herencia. El tiempo ha cubierto de polvo las huellas, pero no ha borrado la memoria. En los muros desgastados de la antigua fortaleza —aquella donde los montoneros abrieron sus agujeros para disparar— aún puede sentirse el eco de los tambores, el silbido del viento y el murmullo de una estrategia que rozó lo milagroso.
Algunos mayores aseguran que, en las tardes de agosto, cuando el sol cae con el mismo fulgor de 1895, los reflejos del saúco parecen revivir sobre las lomas, como si la historia quisiera repetirse una vez más. Es entonces cuando los más jóvenes recuerdan, entre risas y respeto, que no fue la suerte la que salvó al pueblo, sino la mente de un hombre que supo ver en la imaginación una forma de resistencia.
La enseñanza permanece intacta: no siempre vence quien tiene más armas, sino quien sabe usarlas mejor, incluso cuando son de palo. El ingenio, cuando se combina con el valor, se convierte en la fuerza más temida y respetada.
Y así, en aquel rincón escondido de los Andes, donde el aire es puro y el silencio parece guardar secretos, la historia dejó su huella profunda: la de un pueblo que supo defender su libertad sin derramar sangre, y que convirtió su creatividad en legado.
Porque en Piscobamba no solo nació una victoria, sino una identidad.
Una identidad hecha de inteligencia, de coraje y de dignidad.
Una que, más de un siglo después, sigue latiendo en cada piscobambino que, con orgullo y una sonrisa cómplice, dice:
—Soy de esas tierras… donde los “Rayan Pistola” vencieron sin disparar una sola bala.
Redacción: Javier Baca Valladares
Imagen creada: Carlomagno Valladares Cueva
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