
10/06/2025
💀 | LEYENDA DEL APALLIMAY: ESPÍRITU DE LOS CERROS
El Apallimay es una criatura mítica de los Andes. Su nombre proviene de la expresión quechua "apallimay" que significa “llévame” o "cárgame en tu espalda".
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En los pueblos más altos de los Andes, donde el frío cala los huesos incluso cuando el sol brilla, y la neblina se cuela por las rendijas de las chozas como si tuviera vida propia, las leyendas no son simples historias para asustar niños; son advertencias nacidas de la experiencia, del miedo y del respeto por lo que no se ve, pero se siente. Allí, donde las montañas se alzan como gigantes mudos, donde los cóndores vuelan tan alto que parecen custodios del cielo, los relatos antiguos aún se murmuran como oraciones, como hechizos que protegen.
Las tardes se tiñen de rojo y naranja cuando el sol se despide tras las cumbres nevadas, y en esas horas lentas, al calor de un fogón que chispea con leña húmeda, los abuelos sueltan sus memorias con voz temblorosa pero firme. “Cuidado con el Apallimay”, dicen, mirando de reojo la oscuridad que ya se cuela por la puerta. Sus nietos escuchan entre risas nerviosas, algunos creyendo, otros dudando. Pero todos guardan silencio cuando escuchan lo esencial: es una criatura con cuerpo de niño y alma de demonio, que aparece en los caminos solitarios, con un llanto tan triste que parte el alma y engaña hasta al más sabio.
Dicen que pide ayuda, que suplica que lo cargues en tu espalda como si fuera un huérfano perdido. Pero lo que cargas no es un niño: es una condena. Una vez encima, se vuelve pesado como el pecado, pegajoso como sombra maldita, imposible de soltar. Algunos no regresan. Otros lo hacen, pero ya no son los mismos.
Esta es la historia de uno de ellos. De Julián, un joven pastor de alma terca y corazón grande, que creyó que las leyendas eran solo cuentos para dormir... hasta que una noche, en medio de la quebrada, se topó con lo que jamás imaginó. Y desde entonces, aprendió que en los Andes, no todo lo pequeño es inofensivo, ni todo lo que llora merece ser cargado.
JULIÁN, EL QUE NO CREÍA EN CUENTOS
Julián era un muchacho de unos veinte años, alto, de brazos firmes por el trabajo diario y mirada viva como la de un zorro de puna. Había nacido y crecido en una pequeña comunidad campesina ubicada a más de tres mil metros de altura, donde el cielo parece tan cerca que uno podría tocarlo con la punta del sombrero, y el silencio de las noches pesa tanto como el frío.
Era buen hijo, cumplidor con sus labores, y desde muy joven había aprendido a pastar su rebaño entre cerros y quebradas. Pero también era terco como mula y, sobre todo, escéptico. Las historias que contaban los viejos en la comunidad le parecían exageraciones de gente que ya no tenía otra cosa que hacer más que asustar a los jóvenes.
—“¡Ahí viene el duende!”, “No salgas de noche que te agarra el condenado Apallimay”... ¡Tantas tonterías! Si lo veo, lo cargo nomás y lo boto al río” —decía entre carcajadas, mientras sus amigos se reían también, con esa mezcla de incredulidad y valentía que solo se tiene a los veinte, cuando uno cree que el mundo no tiene nada que enseñarte todavía.
A veces las bromas iban más lejos. En las fiestas, cuando ya corría la chicha y el aguardiente, Julián imitaba el llanto del Apallimay para hacer saltar a las chicas. Otros le decían que no se jugaba con eso, pero él no escuchaba. Decía que los cuentos eran inventos para que los niños no se escapen por la noche, y que él, ya hombre, no tenía por qué andar temiendo a llorones invisibles.
Su abuelo, don Braulio, era todo lo contrario. Viejo sabio, de mirada profunda y pasos lentos, conocía bien el monte, los signos del cielo y los secretos del viento. Nunca hablaba de más, pero cuando lo hacía, sus palabras llevaban peso. Una tarde, mientras tejía su manta junto al fogón, escuchó a Julián burlarse otra vez. No alzó la voz ni hizo gestos. Solo levantó los ojos, lo miró fijo y le soltó:
—“El Apallimay no es broma, hijo. No hay que burlarse de lo que no entiendes. Esa criatura se disfraza de niño, pero es más vieja que estas montañas. Ha hecho caer a más de uno con el alma limpia. Imagínate tú, con esa lengua suelta.”
Julián solo se encogió de hombros y le lanzó una sonrisa socarrona.
—“Si me lo cruzo, abuelo, le s**o conversación. Y si me pide que lo cargue, lo dejo donde me dé la gana. ¿Acaso no soy más fuerte que un mocoso llorón?”
Don Braulio no dijo nada más. Solo murmuró algo en quechua, mirando hacia la puerta como si hubiera sentido un mal viento cruzar.
Y así pasaron los días. Julián seguía saliendo con su rebaño, trepando cerros, cruzando pampas y quebradas sin miedo, con el poncho bien amarrado y su honda colgada al cinto. El sol lo bronceaba, el viento lo endurecía, y la soledad de esas rutas no le hacía mella. Se creía invencible. Pero todos en el pueblo saben que la confianza es hermana del descuido... y una noche, sin luna y con viento gélido, la historia cambió para siempre.
EL ENCUENTRO EN LA QUEBRADA
Fue una de esas noches que parecen sacadas de otro mundo. La luna no asomaba ni un suspiro de luz, el cielo estaba cubierto por nubes espesas y el viento silbaba como si anunciara algo. Julián estaba por regresar a casa, ya cansado de un día largo de pastoreo, cuando se dio cuenta de que le faltaba una oveja. La más inquieta, la que siempre se escapaba.
—“Otra vez la blanca… Siempre se mete donde no debe” —murmuró con fastidio, ajustándose el poncho y tomando su linterna de pilas casi muertas, que ap***s alumbraba a unos pasos.
Bajó por la quebrada, guiado más por el instinto que por la vista. El camino era resbaloso, con piedras sueltas y charcos que brillaban como ojos cerrados en la oscuridad. A cada paso, el silencio se hacía más espeso, hasta que lo rompió algo que no esperaba. Un sonido agudo, largo, como un lamento...
Era el llanto de un niño.
Julián se detuvo de golpe. Sintió un frío repentino en la nuca, como si alguien le hubiera soplado por detrás. Miró a todos lados. Nada.
—“¿Quién llora a estas horas?” —pensó, frunciendo el ceño, sintiendo por primera vez una ligera punzada en el estómago—. “¿Un niño? ¿En esta quebrada? Eso no tiene sentido…”
El llanto seguía, cada vez más fuerte, más doloroso, como si la criatura que lloraba estuviera completamente sola en el mundo. Julián, a pesar de su escepticismo, no era de piedra. Siguió el sonido, zigzagueando entre arbustos secos y rocas frías, hasta que lo vio.
Allí estaba: un niño pequeño sentado al pie de una piedra grande, encogido, con los pies descalzos, la ropa hecha jirones y la piel pálida como la de un mu**to. Lloraba con la cabeza gacha, los hombros temblando y los sollozos partiendo el aire.
—“¡Oye, niño! ¿Qué haces aquí? ¿Dónde están tus papás?” —preguntó Julián, con una voz más suave de la que él mismo esperaba.
El niño levantó la cabeza despacio. Tenía el rostro sucio, los ojos negros, enormes, como pozos sin fondo, y una expresión indefensa. Su voz era fina, temblorosa, como la de un ave herida.
—“Señor... cárgame, por favor... me he perdido... tengo frío...”
Julián sintió cómo algo dentro suyo se quebraba. Por un instante dudó. Recordó las palabras de su abuelo. Pero ver ese cuerpecito temblando, solo, en medio del monte… ¿Cómo no ayudarlo?
Suspiró, se agachó y lo alzó con cuidado.
—“Ya está, pequeño. Vamos a buscar a tu familia. ¿Adónde vamos?” —preguntó, sintiendo que el niño era liviano, como cargar una llama recién nacida.
—“Más arriba... allá vive mi abuelita...” —dijo el niño, señalando un sendero que se perdía entre las sombras de la montaña.
Julián empezó a caminar, lento pero firme, sintiendo cómo el peso en su espalda aumentaba con cada paso. Como si el niño creciera, como si se hiciera de piedra.
—“Oye, estás pesando mucho... bájate un rato...” —dijo, jadeando un poco.
—“No... falta poco...” —respondió el niño, pero esta vez su voz no era igual. Era más ronca, como si viniera de una garganta profunda, de algo que no era humano.
Entonces Julián sintió que algo húmedo le recorría la espalda, como baba caliente. El cuerpecito se le pegaba con una fuerza anormal, sus brazos parecían alambres que se le enredaban al cuello y al pecho. El olor... un hedor a tierra podrida, a carne vieja, le llenó las narices.
—“¿Qué carajo...?” —murmuró, y giró la cabeza ap***s, lo suficiente para ver algo que jamás olvidaría.
Donde antes había un niño, ahora había una criatura encorvada, con la piel arrugada como cuero seco, los ojos más negros que la noche, y una boca abierta mostrando colmillos largos y amarillos. El ser lo miraba fijo, sonriendo con malicia.
—“¡Apallimay!” —gritó Julián, sintiendo un terror tan profundo que por poco se le apaga el corazón.
Sus piernas temblaban. Quiso zafarse, pero era inútil. El ser se había fundido a él como una garrapata maldita. El peso era insoportable. Cada paso era una tortura. Intentó tirar el cuerpo al suelo, forcejear, gritar. Nada. El monte no respondía. La noche se cerraba más y más.
Era como si la misma tierra lo hubiera condenado por su soberbia.
LA LUCHA POR ESCAPAR
Julián intentó moverse, correr, hacer algo, pero sus piernas ya no le respondían. Era como si se le hubieran convertido en raíces, clavadas a la tierra húmeda. El aire se le volvía espeso en los pulmones, y cada intento de respirar era como tragar barro. El ser lo apretaba, lo oprimía, le hablaba en un murmullo que no era palabra humana, sino eco de lo antiguo y ma***to. Sentía que algo le chupaba por dentro: no solo el aliento, sino los recuerdos, el coraje, hasta los nombres de sus seres queridos se desdibujaban en su mente.
Quiso gritar. Quiso llamar a su madre, a su abuelo, a Dios… pero ap***s un susurro escapó de su boca reseca. Era como si la montaña misma hubiese sellado su voz. Su cuerpo sudaba frío, sus músculos temblaban sin control.
Entonces, en un acto de desesperación ciega, se lanzó hacia un lado, dejando que la gravedad hiciera lo suyo. Rodó cuesta abajo, rebotando contra las piedras, desgarrándose el poncho, raspándose los brazos, hasta que un golpe seco en la cabeza lo sumió en la oscuridad total. Su último pensamiento fue una súplica muda al cielo: “Si salgo de esta… juro no volverme a burlar.”
La noche pasó sin luna. Solo el ulular del viento, como lamento de los antiguos, fue testigo del silencio que quedó en la quebrada.
Al amanecer, un campesino que iba camino al corral escuchó un quejido ap***s audible, como el gemido de un animal herido. Se acercó con cautela y encontró el cuerpo de Julián tendido entre las piedras. Estaba pálido como la cera, con los labios morados, el poncho hecho tirones y la piel erizada. Sus ojos abiertos miraban al vacío.
Lo que más le impactó fue lo que yacía a su lado: una figura pequeña, amorfa, parecida a la cabeza de un b***o —pero con ojos humanos, negros y hundidos—, que parecía mirarlo también. El campesino se persignó y retrocedió con miedo. Entonces, como si hubiera sentido su miedo, esa cosa se deshizo en el aire. Primero se resquebrajó como ceniza seca, y luego se esfumó en una nube oscura, dejando un olor a tierra húmeda y algo más... algo podrido.
Corrió cuesta arriba hasta la casa de Don Braulio, agitado, sin aliento, gritando que su nieto estaba mal, que había algo raro, que se apuraran.
Don Braulio, que ya había tenido presentimientos durante la noche —su vela se había apagado sola y una foto antigua había caído sin razón—, no dudó. Llamó de inmediato al Hampiq del pueblo: el maestro Simeón, un curandero con ojos de piedra y manos sabias, conocedor de plantas, oraciones y secretos de los abuelos.
Llevaron a Julián a casa entre varios hombres. Lo pusieron sobre una manta de lana de alpaca, en el suelo, cerca del fogón. El Hampiq empezó el ritual en cuanto lo vio. No hubo preguntas. Sabía que el muchacho había tenido un encuentro con lo prohibido.
Encendió hojas de coca seca, sahumerio y una rama de wira wira. Sacó un cuerno de toro donde tenía guardada agua de manantial bendecida y polvos de piedra negra. Comenzó a limpiar el cuerpo, a golpear ligeramente la frente de Julián con un manojo de hierbas, mientras murmuraba palabras en quechua, antiguas, densas, como arrastradas por siglos de sabiduría. El humo llenó la habitación. Las velas parpadeaban como si algo invisible las rozarara.
El cuerpo de Julián comenzó a moverse. Tosió. Se quejó. Abrió los ojos, pero no parecía ver. Su mente aún seguía perdida en la quebrada. El Hampiq sacó un cuy negro y lo pasó por todo su cuerpo. El animal chilló. Después, cayó mu**to.
—“Ya lo había atrapado… pero no lo pudo llevar. Aún hay tiempo…” —dijo el curandero, sudando frío.
Horas más tarde, Julián por fin volvió en sí. Tenía los labios partidos y los ojos enrojecidos, como si hubiese llorado siglos.
—“Lo vi... abuelo, lo vi... No era un niño... era viejo, era ma***to...” —balbuceó entre lágrimas, temblando como un recién nacido.
Don Braulio se acercó, se sentó a su lado y le acarició la frente con ternura. No dijo nada por un instante. Luego, con una voz suave pero firme, le susurró:
—“Ahora ya sabes que no todo lo pequeño es inocente. Y que no se debe cargar con lo que no conoces. No todo lo perdido merece ser recogido, Julián.”
Y Julián, desde entonces, nunca volvió a reírse de las historias que los viejos contaban junto al fogón.
REFLEXIÓN FINAL
El Apallimay no es solo una criatura mítica que ronda las quebradas del Ande bajo apariencia de niño perdido. Es, en realidad, el reflejo de algo mucho más profundo: representa las cargas ajenas que, movidos por la compasión o la culpa, decidimos tomar sin preguntarnos si nos corresponde hacerlo. Es el símbolo de esas p***s que no son nuestras, pero que nos echamos encima por miedo a parecer indiferentes, por querer "salvar" sin entender, por escuchar un llanto sin mirar bien de dónde viene.
En la vida, como en la leyenda, hay llantos que engañan, que se disfrazan de necesidad, pero que esconden colmillos, oscuridades y anclas. No todo pedido de ayuda es sincero. No toda víctima es inocente. Hay quienes se alimentan del alma ajena, como el Apallimay se alimenta del calor humano, de la compasión de quien no sabe decir “no”.
Cuántas veces cargamos amistades, relaciones o responsabilidades que no nos corresponden, por lástima o por culpa, sin darnos cuenta que, paso a paso, nos pesan más. Que nos roban la energía, nos enferman el alma, nos enredan como raíces que no sueltan. Y cuando queremos soltarlas, ya es tarde: se han hecho parte de uno.
La figura del niño perdido con voz dulce y ojos negros como la noche es una advertencia. La ternura puede ser una máscara. La pena puede ser una trampa. Ayudar está bien, pero hay que saber a quién, cómo y hasta dónde. Porque incluso la caridad necesita límites, y la bondad no puede ser ciega. En los Andes se dice que no todo lo pequeño es inocente, y esta sabiduría ancestral sigue siendo verdad, aun en los tiempos modernos.
Esta leyenda nos enseña que hay que andar por la vida con el corazón abierto, sí, pero con los ojos del alma bien despiertos. No dejar que la emoción anule la intuición. Escuchar a los abuelos, a la tierra, a los silencios.
Porque a veces, por querer ayudar a cualquiera, terminamos cargando al Apallimay… y cuando eso ocurre, uno nunca vuelve igual.
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Redacción: Javier Baca Valladares
Creación de imagen: Carlomagno Valladares Cueva