16/10/2025
Un lobo no educa para la comodidad, lo hace para la guerra. Cuando un lobo joven se enfrenta al mundo, el padre no le dice: “escóndete”, “espera que te protejan”, “evita el peligro”. No. El lobo lo lanza al frío. Al hambre. A la intemperie. Porque sabe que solo allí la bestia despierta. El cachorro tiembla. Tiene miedo. Y el padre, en lugar de consolarlo… lo empuja hacia la manada de rivales. Lo obliga a escuchar gruñidos, a sentir el riesgo, a entender que el mundo no tiene compasión. ¿Por qué? Porque el miedo no se cura con palabras dulces. Se vence enfrentándolo de frente.
El joven lobo aprende rápido: Que huir te deja hambriento. Que la presa no se entrega, se caza. Que el respeto no se pide, se impone. Así se forja un líder. Así nace un alfa. No con cuentos de hadas, sino con cicatrices, coraje y decisiones difíciles. Y aquí es donde fallamos muchos humanos…
Hemos criado generaciones de hombres rotos: Hijos de la sobreprotección, de los “no te esfuerces”, de los “yo lo hago por ti”, de los “quédate en casa, aquí estás seguro”. Y ahora, esos hombres crecen… Y tiemblan como cachorros perdidos en el bosque. Sin dirección. Sin coraje. Sin hambre de vida.
Hermano, un verdadero padre, no entrena a su hijo para el sofá… lo entrena para la selva. Para la batalla emocional, financiera, espiritual. Porque llegará el día en que no tenga a nadie detrás… y si no fue forjado, será devorado.
El amor que sobreprotege, debilita. El que enseña a resistir, transforma.