28/11/2025
Anthony Perkins sigue siendo, más de seis décadas después del estreno de *Psicosis*, un rostro que encarna las grietas más hondas del cine y de la condición humana. Su nombre se fundió para siempre con Norman Bates, el asesino reprimido que Alfred Hitchcock convirtió en símbolo del terror moderno. Pero detrás de ese personaje había un hombre sensible y atormentado, marcado por la culpa, la represión y la necesidad de esconderse en un Hollywood que castigaba la diferencia. Perkins no solo interpretó la oscuridad: la cargó en su propia piel, como una herida que nunca cicatrizó.
Nacido en Nueva York en 1932, hijo del actor Osgood Perkins y de Janet Rane, Anthony creció entre ausencias y silencios. Su padre viajaba constantemente y su madre se convirtió en un refugio ambiguo, mezcla de ternura y miedo. Cuando Osgood murió de un infarto, Anthony tenía apenas cinco años. “Había deseado que mi padre muriera, y cuando eso sucedió, creí que yo lo había matado”, confesó décadas más tarde. Esa culpa infantil lo acompañó como un fantasma, moldeando un carácter introspectivo y frágil que Hitchcock supo leer con precisión: la vulnerabilidad perfecta para dar vida a Norman Bates.
Antes de ser el monstruo de *Psicosis*, Perkins fue la gran promesa del Hollywood clásico. Su talento lo llevó de Broadway al Óscar, y su rostro delicado lo convirtió en galán intelectual de una generación. Pero el estreno de *Psicosis* en 1960 lo cambió todo. El público quedó fascinado y horrorizado, y la industria lo encasilló en la oscuridad. Perkins compró su contrato con Paramount y huyó a Europa, buscando papeles que lo liberaran del estigma. Sin embargo, el peso de Bates lo siguió siempre, como una sombra que no se despega. “En la mitología familiar, *Psicosis* fue más una maldición que una bendición”, diría años después su hijo Oz.
En 1972, en una fiesta organizada por Ruth Ford, Anthony conoció a Berry Berenson. Ella tenía 24 años, pero lo había amado desde los 14, cuando lo descubrió en *Phaedra*. Se llevaban 16 años, pero esa diferencia no impidió que Berry se convirtiera en su refugio. Perkins, marcado por la culpa y la represión, encontró en ella una ternura incondicional. “Él es preciso e intenso; yo soy más tranquila. Hay un equilibrio que nos mantiene juntos”, decía Berry. Su matrimonio en 1973 fue descrito como inesperado, pero estable: ella lo idolatraba, él se dejaba sostener por su dulzura. En esa unión improbable, Berry ofreció la calma que Perkins nunca había conocido.
La vida íntima de Perkins estuvo atravesada por rumores y silencios. Se habló de romances con Tab Hunter, Rudolf Nureyev e incluso con Rock Hudson, otro ídolo que moriría de sida en 1985. Cuando Anthony contrajo VIH, lo supo de la manera más cruel: en 1990, el tabloide *National Enquirer* publicó su diagnóstico antes de que él pudiera procesarlo. Perkins nunca habló públicamente de su enfermedad; eligió mantenerla en secreto, incluso frente a amigos cercanos. El silencio fue su escudo, pero también su condena. Murió en 1992, a los 60 años, dejando un mensaje póstumo que revelaba su aprendizaje: “El sida no es venganza de Dios, sino una lección de amor y compasión”.
Nueve años después, el destino volvió a golpear. Berry Berenson, que había acompañado a Perkins hasta el final, abordó el vuelo 11 de American Airlines el 11 de septiembre de 2001. El avión fue secuestrado y estrellado contra la Torre Norte del World Trade Center. La mujer que había amado al actor desde la adolescencia murió en uno de los episodios más oscuros de la historia contemporánea. Su vida, marcada por la dulzura y la devoción, se apagó en un instante, cerrando un ciclo de tragedias que parecía perseguir a la familia.
A pesar de ese doble golpe, los hijos de la pareja encontraron una forma de transformar el dolor en creación. Oz Perkins se convirtió en uno de los directores más interesantes del nuevo cine de terror, con películas como *Gretel & Hansel* (2020), *Longlegs* (2024) y *The Monkey* (2025). Su cine, cargado de atmósferas inquietantes, parece dialogar con la sombra de Norman Bates, pero desde una mirada liberadora. Elvis Perkins, por su parte, eligió la música: sus canciones exploran la melancolía heredada de su padre, pero también la posibilidad de sanar a través del arte.
La historia de Anthony y Berry es la de un amor improbable que resistió silencios y prejuicios, pero que terminó marcado por dos tragedias consecutivas. Sin embargo, sus hijos han convertido ese legado en una obra liberadora, demostrando que incluso las vidas atravesadas por la culpa y el dolor pueden dejar un eco de belleza y resiliencia.