29/10/2025
Don Quijote en Miraflores
José Carlos Botto Cayo
Nadie supo con certeza de dónde vino. Algunos dijeron que apareció una mañana gris por la avenida Arequipa, bajando desde San Isidro, sobre un caballo flaco y de paso tembloroso. Otros aseguraron haberlo visto en el cruce de Angamos, mirando con desconcierto los cables eléctricos, como si fueran dragones colgando del cielo. Lo cierto es que aquel hombre avanzaba sin miedo, con una lanza de madera pulida, una armadura abollada que el sol devolvía en destellos, y una mirada obstinada, fija en algo que solo él veía. Su nombre, lo sabríamos después, era Don Quijote de la Mancha, y había vuelto a la vida para corregir los desvaríos de un mundo que ya no creía en los héroes.
Yo lo vi desde la esquina de Tarapacá con Arequipa, justo cuando el tráfico rugía y el semáforo titilaba sin obedecer a nadie. Lloviznaba, esa garúa tenue que solo los limeños reconocemos como una forma de silencio. Mía, mi perrita, se tensó junto a mí; olfateó el aire y soltó un pequeño ladrido. Entonces lo vimos cruzar la avenida, deteniendo un taxi con un gesto de caballería.
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