09/09/2025
🧥 La moda masculina: eficiencia, función y disciplina
El hombre no se viste para gustar, se viste para funcionar. Mientras algunos discursos estéticos giran en torno a validaciones entre pares, el atuendo masculino ha sido históricamente una extensión del trabajo, la guerra, la industria y la necesidad. No hay espacio para el ornamento gratuito: cada prenda tiene un propósito.
Desde los trajes hasta los relojes de pulsera, la moda masculina surge de la función:
Traje: Uniforme profesional. Bolsillos, cortes rectos, telas resistentes. No para desfilar, sino para negociar.
Camisa blanca: Lavable, combinable, presentable. No habla de pureza, sino de disponibilidad laboral.
Botas y zapatos: Derivan del equipamiento militar y obrero. Diseñados para durar, no para impresionar.
Reloj de pulsera: Herramienta de sincronización antes que accesorio.
La estética masculina está subordinada a la utilidad: busca eficiencia, comodidad y adaptabilidad. Mientras otros estilos se reinventan cada temporada, el guardarropa masculino se basa en principios de permanencia: un buen abrigo dura décadas, un par de jeans sobrevive a tres generaciones de tendencias, un traje bien cortado impone respeto sin pedir aprobación.
La moda masculina es un sistema de códigos silenciosos: no grita, no suplica atención. Uniformidad, sobriedad y discreción definen su lenguaje: el traje es igual para todos, pero el corte revela jerarquía; el color no distrae, concentra; el estilo no se explica, se ejecuta.
Mientras algunos se visten para gustar, el hombre se viste para actuar. Y si no entra en consideración, es porque ya está resolviendo lo que otros apenas debaten.
Esther Vilar, en El varón domado, ofrece una mirada provocadora que confirma esta perspectiva. Según Vilar, el atuendo masculino no es cuestión de estética o expresión, sino función y disciplina:
Vestimenta como herramienta, no ornamento: El hombre se viste para cumplir funciones; su ropa es uniforme de trabajo, símbolo de disponibilidad y productividad.
Estética limitada por utilidad: La extravagancia es corregida por la presión social y femenina. Cabellos, barbas o gestos poco convencionales son rápidamente disciplinados.
La mujer como reguladora estética: La tolerancia o rechazo de la apariencia masculina depende de su utilidad simbólica. Una barba, por ejemplo, puede ser interpretada como señal de “intelectual neurótico”, útil en ciertos contextos laborales o emocionales.
El traje como símbolo de domesticación: Lejos de empoderar, indica obediencia. El hombre se viste para encajar, para ser aceptado, para servir. La libertad estética es limitada; la funcionalidad, obligatoria.
Vilar resume con ironía: “El único hombre que se viste como quiere es el que no necesita agradar a nadie: el loco, el mendigo o el pederasta.” Su ropa no libera, no embellece, no empodera: disciplinariza y refleja el sistema que convierte al hombre en proveedor, ejecutor y figura sacrificada.
En suma, la moda masculina es eficiencia, discreción y legado; no espectáculo. Mientras otros buscan admiración, el hombre se viste para funcionar, sobrevivir y actuar.