18/06/2025
😨Solo quería llegar TEMPRANO a casa , tome un atajo en el BOSQUE y lo que pasó fue ATERRADOR. 👻
Caminaba a mi pueblo jalando a mi caballo con carga, la soga apretada entre mis dedos ásperos por los años de trabajo. La ruta por donde todos viajaban era larga, cansada, pero segura. Ya el cielo comenzaba a pintarse de naranja sucio cuando me encontré frente a la bifurcación del sendero. A la izquierda, el camino de siempre. A la derecha, el atajo del bosque.
Ese atajo... el que todos evitaban. Decían que allí se escuchaban susurros entre los árboles cuando no soplaba viento alguno, que había sombras que caminaban sin cuerpo y ojos brillantes que se asomaban desde la espesura.
Pero yo no creo en esas cosas. Nunca lo hice. Así que tiré del caballo y tomé el atajo.
El primer tramo fue tranquilo. Las hojas crujían bajo mis botas, el caballo resoplaba detrás de mí, cansado pero obediente. El aire olía a humedad, a tierra cerrada. A medida que me adentraba más, los sonidos del mundo comenzaban a apagarse. Ni pájaros, ni grillos. Solo el eco de mis pasos.
Entonces, algo cambió.
Sentí que el bosque se cerraba detrás de mí. Literalmente. Volteé y no vi el camino por el que había venido. Solo árboles, ramas retorcidas y oscuridad prematura. Tragué saliva y seguí adelante.
Fue entonces cuando escuché el primer susurro.
—No debiste entrar...
Me detuve en seco. El caballo también. Su respiración se volvió nerviosa, sus orejas giraban como buscando algo.
—¿Quién está ahí? —grité, intentando sonar firme.
Nada. Silencio.
Apuré el paso. La luz menguaba con rapidez antinatural, como si el atardecer hubiera sido tragado por el bosque. El suelo se volvió más blando, más lodoso. Cada paso se hundía, pesado, como si algo invisible intentara retenerme.
De pronto, el caballo se detuvo por completo. No quería seguir. Tiré de la cuerda. No se movía. Empezó a bufar, a girar sobre sí mismo, hasta que soltó un relincho agudo y salió corriendo de vuelta por donde vinimos… o donde yo creía que habíamos venido.
Me quedé solo.
Entonces lo vi.
Entre los árboles, algo se movía. Una figura. Alta, desgarbada. Sus extremidades eran demasiado largas, sus movimientos, antinaturales, como si sus huesos no estuvieran conectados de la manera correcta. Me observaba. Lo sentía.
Eché a correr. El sendero bajo mis pies ya no era sendero, sino una mezcla de raíces, huesos de animales —¿animales?— y trapos viejos. Tropecé. Me levanté. Seguía corriendo, jadeando, hasta que lo escuché más cerca:
Tac... tac... tac...
El sonido de pasos detrás de mí, pero no de botas. Eran como zarpas, como si algo arrastrara garras por el suelo.
—No debiste entrar…
—No saldrás igual…
—Él ya despertó...
Las voces no venían de una sola dirección. Estaban por todas partes, como si el bosque mismo hablara.
Vi una luz. Una tenue linterna colgando de un árbol. Corrí hacia ella, desesperado, tropezando, sangrando en la frente. Cuando la alcancé, ya no había árbol. Solo la linterna flotando en el aire, meciéndose suavemente. La toqué.
Y todo se apagó.
Desperté horas después, tendido sobre el camino viejo, el que todos tomaban. Mi caballo estaba allí, manso y tranquilo, como si nada hubiera pasado. La carga intacta. El cielo ya aclaraba con los primeros tonos del alba.
Pero mis botas estaban cubiertas de lodo oscuro, y mi camisa desgarrada como si mil ramas hubieran intentado sujetarme.
No hablé de eso. No al principio.
Hasta que, días después, alguien más intentó tomar el atajo.
Y nunca volvió.