16/09/2025
Allpa Marka – La Razón de la Tierra
Columna de Tino Santander Joo
El mítico lago Titicaca
La primera vez que viajé a Puno fue hace cincuenta años. Recuerdo a mi padre llevándome apresuradamente por las callejuelas del Cusco hasta la estación de San Pedro, en Cascaparo. Estaba emocionado: iba a abordar el tren que me llevaría al altiplano y al mítico lago Titicaca, de donde, según Garcilaso de la Vega, surgieron Manco Cápac y Mama Ocllo, enviados por el dios Inti. El primero llevaba una vara de oro destinada a señalar el lugar donde se fundaría su pueblo: el Cusco.
El tren dejó atrás la ciudad imperial y, mientras recordaba mis lecturas obligatorias de los Comentarios Reales, veía cómo el sol iluminaba chacras de maíz vigiladas por los Apus. Atravesamos Oropesa, tierra del pan chuta; más adelante apareció Andahuaylillas, con su famosa capilla barroca pintada por manos indígenas. Luego, Urcos, cuya laguna guarda, según la leyenda, el ídolo de oro de Wiracocha.
Llegamos a Sicuani, segunda ciudad del Cusco, entonces habitada mayoritariamente por quechua hablantes y marcada por los ayllus y la comunidad campesina. En Maranganí, mi padre me habló de sus fábricas textiles y del sindicalismo cusqueño. Después, el tren trepó lentamente hasta La Raya, a 4,319 m s. n. m., donde los turistas extranjeros se maravillaban con los nevados, bofedales y rebaños de alpacas. En Ayaviri, las vendedoras abordaron el tren con su kankacho: lo saboreamos como un verdadero manjar.
En Pucará aparecieron los toritos que adornaban y protegían los hogares. Luego, Juliaca, que a mis ojos de niño era un mercado interminable. Mi padre sentenció: “Juliaca no es un pueblo, es un mercado”, y la vida me confirmó sus palabras.
Finalmente, el lago: inmenso, azul, suspendido entre el cielo y la tierra. Sentí frío y silencio, apenas roto por el viento y el silbido del tren. Fue como un rito de iniciación: el encuentro con un paisaje sagrado cuya belleza solo he vuelto a encontrar en las estepas infinitas de Siberia.