
14/05/2025
Carlos Araníbar, a quien conté que escribía cuentos, me propuso un día que leyera uno de ellos en una peña cuyo animador era Jorge Puccinelli, profesor de Literatura y editor de una revista que, aunque salía tarde, mal y nunca, era de buena calidad y una de las tribunas con que contaban los jóvenes escritores: Letras Peruanas. Ilusionado con la perspectiva de pasar esa prueba, rebusqué entre mis papeles, elegí el cuento que me pareció mejor —se llamaba «La Parda» y versaba sobre una borrosa mujer que recorría los cafés contando historias sobre su vida—, lo corregí y la noche elegida me presenté donde se reunía aquella vez la tertulia: El Patio, café de taurófilos, artistas y bohemios en la plazuela del Teatro Segura. La experiencia de esa primera lectura en público de un texto mío fue desastrosa. Había allí, en esa larga mesa del segundo piso de El Patio, por lo menos una docena de personas, entre las que recuerdo, además de Puccinelli y Araníbar, a Julio Macera, hermano de Pablo, Carlos Zavaleta, el poeta y crítico Alberto Escobar, Sebastián Salazar Bondy, y, tal vez, Abelardo Oquendo, quien sería, un par de años después, íntimo amigo. Algo acobardado, leí mi cuento. Un silencio ominoso siguió a la lectura. Ningún comentario, ningún signo de aprobación o de censura: sólo un deprimente mutismo. Luego de la pausa interminable, las conversaciones renacieron, sobre otros temas, como si nada hubiera pasado. Mucho después, hablando de otra cosa, para subrayar un argumento a favor de una narrativa realista y nacional, Alberto Escobar se refirió desdeñosamente a lo que llamó «literatura abstracta» y señaló mi cuento, que había quedado allí, en medio de la mesa. Al terminar la tertulia y despedirnos, ya en la calle, Araníbar me desagravió con algunos comentarios sobre mi maltratado relato. Pero yo, llegando a casa, lo hice trizas y me juré no volver a pasar por experiencia semejante.
(…)
Creo que el mal rato con «La Parda» en la peña de Jorge Puccinelli tuvo el efecto de irme alejando insensiblemente de los temas intemporales y cosmopolitas, que fueron los de la mayoría de relatos que escribí en esos años, hacia otros, más realistas, en los que de manera deliberada aprovechaba mis recuerdos. Hubo por entonces un concurso de cuentos convocado por la Facultad de Letras de San Marcos, al que presenté dos relatos, ambientados ambos en Piura e inspirados, uno de ellos, «Los jefes», en el intento frustrado de huelga en el colegio San Miguel, y el otro, «La casa verde», en el bu**el de las afueras, luciérnaga de mi niñez. Mis cuentos no sacaron ni mención, y, al rescatar el manuscrito, «La casa verde» me pareció muy malo y lo rompí (retomaría el tema años más tarde, en una novela), pero el de «Los jefes», con su aire un tanto épico, en el que se traslucían las lecturas de Malraux y Hemingway, me pareció rescatable, y en los meses siguientes lo rehíce, hasta que me pareció digno de ser publicado.
(Mario Vargas Llosa. El pez en el agua, 1993. XIII. El sartrecillo valiente. Ed. Alfaguara, 2010. Págs. 311, 321).