06/09/2025
PALABRAS DE ANTONIO QUIÑONES CALDERÓN, DURANTE LA CEREMONIA DE DESIGNACIÓN CON EL NOMBRE DE CARLOS ROMERO BARCELÓ DEL ANFITEATRO DEL COLEGIO UNIVERSITARIO DE SAN JUAN – 4 DE SEPTIEMBRE DE 2025.
La educación fue el punto de partida de toda la gestión de gobierno de Carlos Romero Barceló. Fue ese el norte de su participación en la vida pública, como alcalde de la ciudad capital y como gobernador del territorio de Puerto Rico. Designar con su nombre el Anfiteatro del Colegio Universitario de San Juan, constituye un acto de merecido reconocimiento a sus ejecutorias públicas en ese trascendental ámbito de gobierno.
Que ocurra esta ceremonia justo el día de su nacimiento hace 93 años, es doblemente reconfortante.
Reconocimiento merece también esta noche el señor alcalde de la ciudad capital, honorable Miguel Romero Lugo, quien ha brindado sus más ardorosos alientos a la continuidad y aceleración de los pasos iniciales que dieron vida a lo que es hoy el Sistema Educativo Municipal Integral de San Juan.
El original Colegio Tecnológico de la Comunidad –la primera institución educativa de su clase al nivel municipal establecida en Puerto Rico– abrió sus puertas en enero de 1972, durante el último año del primer cuatrienio de Romero Barceló en la dirección municipal. Durante el último año de su mandato en la alcaldía, el Colegio contaba con una matrícula de 400 estudiantes provenientes de familias con ingresos económicos limitados, y ofrecía cursos técnicos, de educación general y especializada de acuerdo con las necesidades de sus alumnos.
Simultáneamente, comenzó a funcionar el Centro de Destrezas Múltiples, que, como complemento, brindaba cursos remediales encaminados a la graduación de escuela superior, cursos vocacionales y de oficina.
Constituían esos ofrecimientos el eje de la educación integral del ser humano, guía luminosa de la gestión de Carlos Romero Barceló, el alcalde, y de Carlos Romero Barceló, el gobernador. Guía que también lo fue en su gestión como comisionado residente, durante la cual logró asignaciones federales sin precedentes para programas de educación, tanto para la escuela pública primaria, secundaria y superior, como para la Universidad pública y las privadas.
Elegido gobernador tras sus ocho años de excelente dirección municipal, don Carlos trasladó aquel afán suyo por la educación de nuestros jóvenes y adultos al contorno de la dirección estatal. Temprano en su ejercicio desde La Fortaleza –seis días después de haber asumido la gobernación en enero de 1977–, exponía ante el profesorado y el estudiantado de la Universidad de Bridgeport, que le concedía el grado honorífico de Doctor en Leyes, su concepto de la educación. Debía ser esta una que diera a cada estudiante los conocimientos para ser –lo cito– “un ser humano libre, respetuoso del derecho ajeno, amante del trabajo y la cultura como expresiones óptimas de su comportamiento. Estos elementos se deben lograr mediante un sistema educativo sólido y de excelencia” (cierro la cita).
En octubre siguiente, hablando durante la tercera Conferencia Iberoamericana de Ministros de Educación, celebrada en San Juan, advertía (y lo cito): “La educación no ha de conformarse con almacenar conocimientos más o menos convencionales: ha de alimentar de tal modo la curiosidad, que haya siempre la ansiedad de seguir aprendiendo. La peor educación, universitaria o la que sea, es aquella que prepara jóvenes que creen ‘haber llegado’, y que nada hay más allá de las profesiones asalariadas. La capacidad creadora ha de ser el propósito esencial de la educación contemporánea. Con esto va un verdadero espíritu de convivencia, es decir, la preocupación por el bienestar de los demás. La educación ha de desarrollar un claro sentido de preocupación y responsabilidad por los demás. El individualismo extremo es rémora para la amplia convivencia” (cierro la cita).
Desde esa perspectiva, para Carlos Romero Barceló, la escuela primaria era algo más que el conjunto de edificios escolares, maestros, pupitres, pizarras y exámenes. La escuela primaria, razonaba él, tiene que ser ejercicio de enseñanza, pero, además, lugar para el aprendizaje de valores y respeto mutuo, como base de cualquier comunidad. Las horas de compartimiento de pupitres, juegos y conversaciones, insistía, tienen que servir para el fortalecimiento de la solidaridad entre los alumnos y maestros.
Debe ser, puntualizaba, el espacio vital en el que los alumnos, en su primera experiencia académica, practiquen los principios de su vida futura: escuchar con respeto a los demás; cooperar con el grupo en el desarrollo de sus iniciativas; comenzar a cultivar un espíritu de justicia y empatía.
Sostenía que la escuela, pública o privada, no es pertenencia de individuos particulares, familiares o de cualquier otra índole, sino que es centro de responsabilidad compartida; de una solidaridad que encarne el valor que nos une como comunidad y como sociedad. Es el armazón de la convivencia temprana, el espacio trascendente desde el cual la mente infantil va descubriendo, y practicando, la fuerza del trato humano que ha de formar hombres y mujeres capaces de sostener la defensa de sus convicciones, pero a la vez respetar las ajenas, de manera de vivir en una comunidad escolar que promueva el respeto, la comprensión, y la ayuda mutua, como vía hacia la construcción de un futuro mejor.
En 1978, al esbozar los lineamientos que forjarían la reforma educativa que sentaría la bases para la educación integral que proponía, pronunció un mensaje por televisión en el que insistió en que el salón de clase de la escuela primaria y secundaria fuera un espacio de convivencia que transmitiera al alumno un sentido de pertenencia; que arraigara en él su amor por el estudio de todas las disciplinas académicas; un sentido de orgullo por su escuela; un respeto y aprecio hermanados hacia sus compañeros de aula y sus maestros.
Con esa base educativa integral, afirmaba él, el estudiante podía llegar a la universidad imbuido en una plena autonomía personal, una capacidad de análisis óptima y un claro sentido de responsabilidad cívica.
La educación universitaria, insistía don Carlos, tiene que ser una que prepare al estudiante para un empleo, sí, pero también, y muy importante, para comprender mejor su entorno, y para transformarlo positivamente. Una sociedad con muchos universitarios graduados fortalece la democracia, decía, porque la educación crítica forma ciudadanos mejor informados y más participativos en el debate del que puedan surgir las más creativas alternativas entre las cuales escoger en la construcción de una mejor sociedad.
Se efectuaron durante su ejercicio en La Fortaleza decenas de reuniones en planteles a lo largo de todo el territorio para apuntalar los cimientos más duraderos de la educación integral. De aquellas reuniones entre funcionarios del entonces Departamento de Instrucción Pública, maestros, estudiantes y personal administrativo, surgió un espíritu renovador que involucró a todos esos sectores, pero muy marcadamente a los estudiantes.
Aquel nuevo espíritu de solidaridad y sentido de pertenencia produjo una inestimable y admirable iniciativa de parte de los estudiantes, cual fue su decisión de insertarse en un ejercicio de enaltecimiento físico de sus escuelas, que incluyó la limpieza de los edificios escolares, así como su pintura. Fue una iniciativa que partió, no de una agencia de publicidad ni de las oficinas centrales del departamento, sino de los propios estudiantes.
Resuena en mis oídos aquel melodioso y pegajoso jingle (lo digo en inglés, porque no me gusta su traducción al español: tintineo), en el que participaban estudiantes de varias escuelas. Vamos a recordarlo:
“Esta es mi escuela, y yo la quiero y la defiendo;
esta es mi escuela, aquí yo estudio y me divierto,
lucho por ella, porque ella es parte de mi vida,
y quiero verla siempre limpia y atractiva.
Es nuestra escuela, y cuando llega un visitante,
queremos que diga, para nuestro orgullo de estudiante,
que nuestra escuela es más bella que ninguna”.
Aquel aliento de convivencia en la comunidad escolar permeó durante la permanencia de Carlos Romero Barceló en La Fortaleza, pero, lamentablemente, producto de malas decisiones electorales, fue marchitándose hasta extinguirse. Solo sabrá el Buen Dios, cuántas tragedias Gabriela Nicole se habrían evitado de haber continuado su marcha aquella iniciativa.
Como integrante del Cuerpo de Ayudantes del gobernador Carlos Romero Barceló, y sé que en nombre también de otros compañeros ayudantes aquí presentes –distinguiendo entre ellos al querido amigo Domingo García, fiel y talentoso ayudante ejecutivo de don Carlos–, agradezco la iniciativa del alcalde de la ciudad capital, quien, es obligación del espíritu decirlo, dirige con magistral acierto el mismo cargo que ocupó don Carlos al nivel municipal–, de otorgar el nombre de Carlos Romero Barceló al anfiteatro del Colegio.
Muchas gracias.