
09/18/2025
La esposa abrió la puerta, tranquila, sin sospechar lo que estaba por venir. En ese instante, una mujer altiva, desafiante, con esa mirada de quien tiene algo importante que decir, se presentó en su vida.
—Hola, —dijo la visitante con voz segura— soy la amante de tu esposo.
La esposa la miró de arriba abajo, sintiendo cómo una mezcla de sorpresa y un silencio profundo le atravesaba el alma. Respiró hondo, sonrió con calma —una calma que parecía esconder una tormenta— y respondió:
—Hola, mucho gusto. Yo soy la esposa. Pasa.
La visitante parpadeó, desconcertada, como si esa respuesta hubiera roto un hechizo. Pero la mujer, en su mirada, había algo que no podía ser leído fácilmente: una fuerza silenciosa, un amor propio que no se doblega.
—¿Perdón? ¿No escuchaste lo que dije? —preguntó la otra, aún confundida.
—Sí, escuché perfectamente —contestó la esposa con voz firme, pero llena de una serenidad que solo se alcanza cuando uno sabe quién es y qué merece—. Dijiste que eres la amante. Y yo, la esposa. ¿Entramos?
Ya en la sala, la mujer se sentó, con una calma que parecía desafiar al mundo, y miró a su visitante con una mirada que transmitía más que palabras: una historia de dolor, de resistencia, de una mujer que había decidido que su dignidad no se negocia.
—Bueno… ya que estás aquí, te muestro tu nueva realidad —dijo, levantándose con decisión. Abrió el armario y empezó a hablar, sus palabras suaves pero contundentes—. Esta es su ropa. Hay que lavársela a mano, porque no le gusta que se le arruine en la lavadora. Le encanta que le planchen las camisas con almidón y que todo esté doblado por colores, según su humor. Las comidas, bien puntuales y tibias. Nada de calentar en exceso o servir frías. Aquí están sus zapatos. Le gusta que se los laven con cepillo de cerdas suaves, uno por uno. Y odia la casa desordenada. Lo quiere todo limpio, pero no ayuda en nada. Tú sabes, hombre tradicional.
La amante permanecía muda, como si en esa escena también se estuviera enfrentando a algo mucho más grande: su propia realidad.
La esposa, con una suavidad implacable, le puso un mandil, una escoba y un recogedor en las manos. Y le dijo con voz llena de una autoridad que no admitía réplica:
—Eso es todo lo que tienes que hacer. Te deseo suerte. Yo me retiro.
La mujer no sabía si estaba en una telenovela o en una trampa mortal, pero en su interior algo empezó a despertar. La fuerza que, quizás, había estado escondida en lo más profundo de su ser. La que le dice que no merece menos. La que le susurra que aún en medio del dolor, hay una salida.
Minutos después, bajó con las maletas en silencio, empacando cada recuerdo, cada lágrima contenida, sin una sola lágrima. La mujer no se quebró. Evolucionó.
Se miró en el espejo, se retocó el labial, soltó su cabello y, con una sonrisa que era mucho más que un gesto, se preparó para la escena final.
Y justo entonces… entró él.
Los vio a las dos: la amante con cara de “¿qué hago aquí?”, y la esposa, radiante, con una sonrisa de quien ya tomó una gran decisión, de quien recuperó su fuerza.
—Hola, esposín… o mejor dicho, ex esposín —dijo ella con tono irónico—. Mira, te presento formalmente a tu amante. Ella ya se está instalando.
El hombre, con nerviosismo, trató de buscar palabras, de justificar, de arreglar la situación, pero ella lo cortó con una mirada que todo lo decía:
—No tienes que explicarme nada. Todo está más claro que el agua. Mira tus maletas… ya están listas. Y no te preocupes, no es que me vaya de la casa.
Lo miró a los ojos y, con una voz llena de una firmeza que