08/31/2025
“Aquí Greta Hoffmann regaló música a desconocidos y sembró futuros músicos. Porque el arte que se comparte nunca muere.”
Y cada vez que un niño toca una nota en el parque Tiergarten, los vecinos aseguran que el eco del violonchelo de Greta aún vibra entre los árboles.
“EL VIOLONCHELO DE GRETA”
En Berlín, una ciudad donde los muros aún guardan cicatrices de la historia, vivía Greta Hoffmann, una mujer de 84 años que cada tarde se sentaba en un banco del parque Tiergarten con un violonchelo entre las piernas. Sus manos eran frágiles y su espalda encorvada, pero cuando el arco rozaba las cuerdas, el mundo parecía detenerse.
Greta había nacido en una familia de músicos. Su padre tocaba el piano en una orquesta, y su madre cantaba en un coro. Desde pequeña aprendió que la música no era solo un arte, sino una forma de sobrevivir. Durante la posguerra, en medio de la pobreza y el miedo, su violonchelo fue su refugio. Tocaba en sótanos, en estaciones de tren y hasta en hospitales bombardeados, llevando consuelo donde las palabras ya no alcanzaban.
Con los años, Greta se convirtió en profesora en una academia de música. Enseñó a decenas de alumnos, muchos de los cuales triunfaron en escenarios internacionales. Pero a ella nunca le importó la fama. “La música no vive en los aplausos, vive en el alma de quien la recibe”, solía decir.
Cuando cumplió 70 años, la academia cerró por falta de fondos. Sus alumnos insistieron en que diera clases privadas, pero Greta decidió otra cosa: llevar su música a la calle.
—Si los auditorios se cierran, abramos el cielo —dijo.
Desde entonces, cada tarde se la podía ver en el parque, afinando su violonchelo y tocando piezas de Bach, Schumann o melodías populares que aprendía de memoria. La gente se detenía, algunos dejaban monedas, otros simplemente se quedaban en silencio, como si de repente hubieran encontrado un respiro en medio del caos de la ciudad.
Un día, un niño de unos ocho años se acercó con su madre. Tenía un violín de juguete colgado al cuello y la miraba con fascinación.
—¿Puedo tocar con usted? —preguntó tímidamente.
Greta sonrió y le hizo un gesto de afirmación. Tocaron juntos, él desafinando con entusiasmo y ella guiándolo con paciencia. La gente aplaudió como si asistiera a un concierto en la Filarmónica.
Ese niño, llamado Leo, comenzó a visitarla todos los días. Greta le enseñaba pequeñas notas, le hablaba de la importancia de escuchar más que de tocar. “Un músico es, ante todo, un buen oído”, le repetía.
Con el tiempo, otros jóvenes se unieron. El banco de Greta se convirtió en un aula improvisada, y el parque, en un escenario colectivo. Ella nunca cobró nada. Pedía a cambio que cada alumno, alguna vez en su vida, tocara para alguien que lo necesitara: un enfermo, un anciano, un niño triste.
Una tarde de otoño, mientras las hojas caían como si lloviera fuego dorado, Greta terminó de tocar y cerró los ojos. Murió allí mismo, con el violonchelo entre sus brazos, como si se hubiera fundido con su música.
La noticia corrió rápido. Días después, cientos de personas se reunieron en el parque con instrumentos: violines, guitarras, flautas. Entre todos interpretaron la misma pieza: el Aria en sol de Bach, la favorita de Greta.
Hoy, en el banco donde se sentaba, hay una placa sencilla que dice:
“Aquí Greta Hoffmann regaló música a desconocidos y sembró futuros músicos. Porque el arte que se comparte nunca muere.”
Y cada vez que un niño toca una nota en el parque Tiergarten, los vecinos aseguran que el eco del violonchelo de Greta aún vibra entre los árboles.