
08/11/2025
Su último deseo antes de la ejecución era ver a su perro, pero lo que sucedió lo cambió todo…
David Reed yacía sobre la fría e implacable camilla, con los brazos sujetos y el rostro pálido tras cinco años de encierro. La dura luz fluorescente de arriba se reflejaba en la jeringa preparada junto a su brazo. En ese momento, parecía que su destino ya estaba sellado. Durante cinco largos años proclamó su inocencia, pero ahora había llegado el momento de que la inyección letal siguiera su curso mortal.
—¿Alguna última palabra, señor Reed? —preguntó el alcaide, su voz rompiendo el silencio estéril.
David cerró los ojos, sintiendo el peso de la situación sobre él. El reloj en la pared marcaba las 9:58 a.m., sólo faltaban dos minutos para el final de su vida. Sus pensamientos se dirigieron a su fiel compañero, Max, su pastor alemán. Max había estado a su lado en todo momento: el perro leal que una vez lo salvó de la desesperación. El perro que lo había alejado del borde del puente Westbrook, en aquella noche lluviosa cuando David lo había perdido todo.
—Sólo desearía que Max supiera que soy inocente —susurró David