10/07/2025
Todo empezó cuando tuve que volver a trabajar de manera presencial. Mi hija tenía ocho años y no podía quedarse sola en casa, así que le pedí a mi hermana que me hiciera el favor de cuidarla por las tardes. Al principio todo parecía ir bien. Mi hermana me mandaba fotos de la niña haciendo tareas, comiendo, incluso sonriendo. Yo sentía alivio. Pensaba que estaba en buenas manos, con alguien de confianza. Pero con el tiempo, empecé a notar cambios. Mi hija ya no hablaba tanto. Se le notaba apagada, sin ganas, y evitaba dar detalles de sus días.
Una noche, mientras la arropaba, me dijo: “Mami, no quiero volver donde la tía. Ella me grita mucho”. Pensé que estaba exagerando. Le dije que no fuera tan sensible, que tal vez la regañaba por su bien. Pero los días siguientes empezó a despertarse llorando, no quería comer, y mojab@ la cama por las noches. Me preocupé. Algo me decía que no estaba inventando. Entonces un día escondí mi celular en su mochila, con la grabadora encendida, y la llevé como siempre donde mi hermana. Cuando regresó, escuché los audios. Había gr!tos, despr3cios, frases como “me tienes harta” y “¿por qué no te callas?”.
Sentí un vacío en el estómago. Me dolió saber que mi hija no estaba siendo tratada con cariño, que había aguantado semanas de eso mientras yo creía que todo estaba bien. Fui directamente donde mi hermana y le mostré el audio. Ella lo negó primero, luego se justificó diciendo que la niña era “muy difícil” y que “no hacía caso”. No volví a dejarla con ella. Busqué otra persona, una vecina de confianza, y comencé terapia para ambas. Mi hija tardó un tiempo en volver a reír como antes, pero al menos ahora duerme tranquila.
Hasta hoy me cuesta perdonarme por no haberle creído desde el principio. Era su madre. Ella solo quería que la protegiera, y yo dudé. No volveré a cometer ese error. Aprendí que a los niños hay que escucharlos sin minimizar lo que sienten. A veces no tienen cómo explicarlo todo.