10/15/2025
Nunca se trató solo de ponerse de pie. El bipedalismo, esa apuesta evolutiva, fue menos un triunfo de la naturaleza que una reordenación de inconvenientes. Darwin señaló esta peculiar división en The Descent of Man, destacando nuestra postura vertical como el rasgo que nos separaba de los simios a los que nos parecemos. Y sin embargo, caminar en dos patas no solo es diferenciarnos, sino atarnos a un destino particular. Un estudio reciente en Nature, de Terence Capellini y Gayani Senevirathne, rastrea ese destino hasta el embrión. Allí, el ilion, el hueso más amplio de la pelvis, se forma de un modo que ningún otro mamífero comparte: una barra de cartílago colocada perpendicular a la columna. Un giro en el eje, una reorientación del tejido, y se despliega toda una antropología.
El ilion, en esta historia, es a la vez estructura y símbolo. Es lo que nos permite cargar el peso hacia adelante y hacia arriba, y también lo que tuvo que volver a torcerse para dar lugar a los cráneos abultados de nuestra descendencia. Caminar, equilibrar, parir. Repetir. La postura no es neutral. Tiene un costo. Señala. Dicta cuánto espacio ocupas, cómo negocias el dolor, cómo te registras en relación con los demás.
Decimos “mantenerse erguido” como si la altura fuera virtud. Decimos “caminar derecho” como si la rectitud fuera biológica. Pero el cuerpo ya traiciona la metáfora. A los soldados se les entrena para marchar erguidos, con los hombros rígidos hacia atrás, mientras que a las modelos se les enseña a deslizarse en la pasarela con la pelvis levemente inclinada, otra coreografía del equilibrio. Ambos explotan la misma base evolutiva y ambos reinscriben la postura con significado. El cuerpo se convierte en cartelera: no meramente bípedo, sino curado, codificado, disciplinado.
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