10/16/2025
🔴 CUANDO SAN MARTÍN DE PORRES SE AGARRO AL DEMONIO A CINTURONAZOS.
La vida de Fray Martín de Porres era una vigilia perpetua. Entre las escasas horas dedicadas al sueño sobre la tabla dura del Capítulo, encontraba tiempo para su misión suprema: el cuidado de los enfermos en las horas más oscuras.
Para atender a sus dolientes con la máxima celeridad, Martín había adoptado un camino que la prudencia había condenado: una vieja escalera interior. Oscura, carcomida por el uso de siglos y con peldaños agrietados, su paso estaba clausurado para evitar caídas. Pero para el mulato de la caridad, la brevedad del trayecto hasta la enfermería prevalecía sobre todo reglamento.
Fue una noche, mientras se encaminaba por aquel atajo, con las manos atiborradas de ropa limpia y el pequeño brasero encendido en el suelo, que la realidad se rasgó. Al asomarse a la boca de la escalera prohibida, se encontró con una visión capaz de paralizar la sangre en las venas.
Un cuerpo monstruoso bloqueaba el descenso. Era una masa informe, sombría y pesada, de la que emergía una grotesca caricatura de rostro humano. Sus ojos lívidos, cargados de una furia milenaria, destellaban malicia y odio. No había margen para la duda; el adversario eterno había salido al encuentro.
Martín, sin pestañear, detuvo su paso y preguntó con la calma que solo otorga la fe absoluta:
—¿Qué haces aquí, ma***to?
El espíritu, arrogante y descarado, respondió con la voz que seduce a las almas débiles:
—Estoy aquí porque quiero, y porque espero obtener buenas ganancias.
—Vete a las malditas cavernas donde vives —ordenó el Santo.
El demonio, sin embargo, se plantó con insolencia, negándose a ceder. Martín, cuyo tiempo era sagrado y su paciencia limitada ante la necedad del mal, resolvió la disputa con un gesto inaudito.
Dejó el brasero y la ropa de los enfermos. Desató el simple cinturón de cuero que sujetaba su hábito y se lanzó a latigazos contra el monstruo.
Aunque la piel del demonio era el vacío y la forma, el látigo de la fe no falló. El espíritu maligno, al comprender que no había victoria posible y que el mulato no se enzarzaría en estériles discusiones, desalojó el paso inmediatamente.
Martín recogió un tizón, trazó con el fuego la Señal de la Cruz en el muro y se arrodilló sobre las piedras gastadas. Así, dio gracias al Señor por haberle concedido la victoria sobre el espíritu malvado, emulando la fortaleza que, siglos atrás, había manifestado su hermano en la Orden, Santo Tomás de Aquino, al vencer al engaño con su pureza. Luego, con renovada calma, prosiguió su camino a la enfermería.