12/11/2023
LA PARÁBOLA DEL PESCADOR.
Un pasaje inesperado que nunca he contado, es el que tiene relación con un legado que mi padre insistió en dejarme, pero fui vacilante y evasivo. Él fue un apasionado de la pesca artesanal, que convertía ciertos fines de semana en una excursión por la naturaleza, donde se desplegaba como un militante ambiental.
Nunca vi, que vendiera parte de su producción, entre otras cosas, porque no era caudalosa, era más bien pequeña, aunque esta se multiplicaba, cuando lo hacía con otros pescadores del barrio. Su verdadera utilidad, era compartir con sus amigos. Funcionaba mejor en equipo, y cuando ellos no estaban, era yo quien se convertía en cómplice de viajes. Nuestro destino, el río Magdalena, específicamente cerca del puente De la Barra, era un lugar famoso por albergar un enorme banco de peces de diversas especies.
Las cosas que hacía, cuando llegamos al teatro de operaciones, eran darme los primeros entrenos de natación. Yo era menudo, tal cual estoy hoy. Él tampoco tenía mucho peso, y si poseía una fuerza de metal y una habilidad para escalar y subir árboles. Eso lo mantuvo, casi hasta hace 15 años antes de morir a los 91 noviembres.
El viejo me sostenía de forma horizontal, casi completamente estirado, en sus brazos, a veces observando el cielo y en ocasiones boca abajo, observando las aguas del Magdalena. En un ritual peculiar, simulábamos una cruz humana iluminada por la inmensidad del cielo. Haciendo una suerte de sentadilla, mi viejo iba levemente descendiendo, sumergiéndome lo suficiente hasta que las aguas empaparan mi espalda. “Mueve los brazos como alas”, instruía con su voz firme. Y así, entre risas y chapoteos, aprendí las iniciales maravillas de la natación.
El ejercicio que me retiró del interés por nadar, fue cuando en la fase dos de mi entrenamiento, me pidió que me acostara de espalda sobre el agua y que él me sostendría la cabeza, levantándome al tiempo, parte de los omoplatos, mientras chapoteaba agua con las piernas y los brazos. Aunque el instructor era un hombre de movimientos seguros, tenías la idea de que no iba a mantener el control, a pesar de su fuerza y de mi poco peso.
Los miedos que me sacudían y me acobardaban, venían tal vez desde mi nacimiento y se desencadenaron en mi niñez. Nada parecido con mis amigos contemporáneos, que aprendieron a nadar sin sus padres y sin la anchura y la majestad que ofrece el río cristalino, que recorría esa geografía del Caribe.
Los jagüeyes, eran los balnearios más cercanos para muchos de nosotros, y para algunos, el único. Vivíamos en un barrio pintoresco que había sido fundado hacía pocos años, con una urbanización ordenada y casas construidas en madera de pino finlandés, todas idénticas y hermosas, con cajas de aire anchas y patios para sembrar hortalizas. Al menos, así era mi rancho.
Cerca, había bosques inmensos y pequeñas parcelas de cultivos de verduras y vegetales, casi todas propiedades de ciudadanos chinos. Cuando recorrías pequeñas laderas sombreadas por árboles gigantescos, salías a unos caminos que habían sido abiertos por los moradores del sector, que te conectaban con los jagüeyes. Había de varias dimensiones y profundidades, con nombres muy sugestivos como “El Garrapatero”, ya supones el porqué de su nombre; el del “Viejo Villa”, muy cerca de su hortaliza, y el de “California”, pegado a la empresa del mismo nombre. Eran depósitos de agua formados de manera natural, que se alimentaban de las lluvias y cuyos niveles descendían en el verano.
Yo pude aprender a nadar, o en los jagueyes (muchos como Tico guerrero, jagueyero profesional, lo hicieron) o en el Magdalena con mi padre, pero no lo logré, porque fui en ese aspecto un típico cagueta. Pero retomando el relato de mi padre, valoro su gran esfuerzo por conectar a sus hijos con la naturaleza, por el esparcimiento sano y ocupar el tiempo libre de forma productiva. Eso quedó en todos sus hijos e hijas, y mucho más a mí, pues la razón para elegirme entre tantos hijos e hijas, era neutralizar mi condición de callejero.
En las ocasiones en que lo acompañé, nunca vi que la productividad de mi padre como pescador fuera muy alta. A menudo regresábamos con la atarraya y los anzuelos apenas lavados por el río. Sin embargo, esto no parecía frustrarlo, sino que disfrutaba de la actividad y encontraba placer en ella. La pesca es una actividad relajante, me decía. Hoy agregaría, que puede ayudar a reducir el estrés y mejor el estado de ánimo. La dopamina que liberaba mi padre, lo hacía sentir bien. Aunque no siempre era productivo, mi padre disfrutaba de la pesca y encontraba placer en ella. A menudo, cuando le preguntaban sobre los resultados de la pesca, tenía una respuesta ingeniosa: “Vendí todo en Ciénaga”.
No alcanzo a explicarme, cómo asimilé tan poco las técnicas de mi padre para lanzar los anzuelos y desplegar la atarraya. Él era zurdo y hacía círculos con la pita de la atarraya en esa mano, para luego lanzarla al río, donde caía extendida. Era algo bello. Yo apenas intervenía, tirándola por los costados y luego recogiéndola con los frutos. Lo mismo sucedía con el anzuelo. Cuando hacía el recorrido de parábola, sobre 180 grados, antes de depositarse en el río, el nailon se atezaba por segundos y luego cedía a la gravedad, empujado por la carnada, que forzaba el acto. Mi padre enseñaba con mucho estoicismo, pero yo no era un alumno curtido.
Recuerdo una anécdota divertida de mis aventuras con mi padre. En una ocasión, un pez, posiblemente una mojarra rojo-amarillenta, se enganchó en el anzuelo. Fue un día de mini bonanza. Mi padre sintió cómo el nailon saltaba y el agua se movía formando picos. Se acercó y retiró el pescado. Luego avanzó hacia la orilla donde yo estaba y me lo entregó. El pez tenía vida, brincaba en la arena, haciendo movimientos dispersos sin ningún control. De repente, cayó en un pequeño hoyo lleno de agua, tal vez de unos 35 centímetros de diámetro. Yo me puse muy tenso porque sentí que se perdía el trabajo de mi padre. Él estaba concentrado en los movimientos de sus anzuelos, mientras yo cavilaba la manera de anunciar la novedad. Con mi penosa impericia y falta de todo sentido natural, decidí lanzar un anzuelo a ese pocito para recuperar el pescado. Fue una aventura emocionante y vergonzosa!
Mi padre acababa de desenganchar otro pez de sus anzuelos, cuando me vio estacionado frente al pozo, con el nailon en mi mano derecha. Era absurdo volver a pescar lo que ya había sido capturado, especialmente porque el vertebrado estaba en las últimas y se debatía en la más desesperante angustia. Rafael, el mayor, me preguntó por qué sostenía la pita con el gancho metido en el pozo. Le respondí, que el pez había caído inesperadamente después de un salto triple. Mi padre, inicialmente enojado, soltó una carcajada sonora que espantó a un ave cercana y celebró mi proeza pesquera. Luego se agachó, metió la mano en el agua y sacó el pez con un corazón que ya no latía, que se había despedido del mundo animal.