12/21/2025
La Navidad se sentía distinta ese año. No era solo el invierno ni el aire helado que se colaba por las rendijas de la ventana. Era un frío más profundo, uno que no se abriga con mantas ni con café caliente. Era el frío de estar lejos de casa.
Las luces navideñas parpadeaban en las calles, perfectas, ordenadas, pero no decían nada. Los villancicos sonaban en los altavoces de las tiendas y, aun así, el corazón permanecía en silencio. Porque cuando estás lejos de casa, la Navidad no huele igual. No huele a comida recién hecha ni a recuerdos; huele a ausencia.
Esa noche, mientras otros se reunían alrededor de mesas llenas, él se sentó frente a un plato sencillo. Cerró los ojos y, sin querer, viajó en el tiempo. Vio a su madre moviéndose de un lado a otro en la cocina, escuchó las risas mezcladas con discusiones pequeñas, sintió ese abrazo que siempre llegaba justo cuando más lo necesitaba. Comprendió entonces que la casa no era un lugar, sino las personas que le enseñaron a amar.
El teléfono vibró. Un mensaje corto, sin adornos: “Te extrañamos. Aquí todo te espera.” Y fue suficiente para que las lágrimas rompieran el hielo del alma. Porque a veces, la distancia no duele por los kilómetros, sino por los momentos que uno se pierde.
Esa Navidad no hubo regalos caros ni brindis multitudinarios. Pero hubo algo más valioso: la certeza de que, aunque el cuerpo esté lejos, el amor no conoce fronteras. Que una oración dicha desde otro país llega igual al cielo. Que Dios también habita en las despedidas y acompaña al que camina solo.
Antes de dormir, miró al cielo por la ventana. Tal vez no era el mismo cielo de su infancia, pero la misma estrella brillaba arriba. Y entendió que la esperanza también viaja. Que el hogar no se pierde, solo se transforma en promesa.
Porque la Navidad se siente fría cuando estás lejos de casa…
pero el amor verdadero siempre encuentra la forma de encender el corazón. 🎄✨